«Indagacións sobre a produción do real», por Miguel Penas

«Indagacións sobre a produción do real», por Miguel Penas.

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Léon Chertok & Isabelle Stengers, La hipnosis. Herida narcisista.

Isabelle Stengers es bien conocida por haber colaborado con Ilya Prigogine en el estudio de la termodinámica de los procesos irreversibles. Posteriormente, ella ha devenido una notable filósofa de la ciencia, la más importante, a nuestro juicio, en el ámbito de lo que se sigue llamando de manera paradójica “filosofía continental”. Su principal característica es la combinación de una alta rigurosidad en el conocimiento de las ciencias junto a una tendencia claramente heterodoxa. Aunque tal vez el término de heterodoxia no sea muy adecuado; lo que le interesa no es tanto defender las teorías que quedan fuera en el combate que siempre ha definido la historia de la ciencia, sino más bien atacar la versión retrospectiva que se suele ofrecer, desde el punto de vista de las teorías triunfadoras, de esta historia. En esta versión escrita por los vencedores, ellos aparecen como el único modelo de racionalidad posible, y los hechos molestos para este relato, así como las teorías que han sido vencidas, son eliminados de la historia. En consecuencia, Stengers siempre ha mostrado interés por disciplinas y fenómenos que ponen en cuestión las ambiciones totalizadoras de los relatos dominantes, esto es, la pretensión de narrar la historia de la ciencia como un progreso necesario y unitario posibilitado por el poder de la razón. Así, ella se ha interesado por cuestiones y disciplinas polémicas tales como la etnopsiquiatría (en colaboración con Tobie Nathan), las drogas (junto a Olivier Ralet), la hipnosis (junto a Leon Chertok) o el neo-paganismo.

Aquí ofrecemos la traducción al castellano del primer volumen publicado por la casa editorial Les empêcheurs de penser en rond (algo así como “Los que impiden pensar en redondo” o “Los aguafiestas de pensar en redondo”), dirigida por el activista anti-capitalista Philippe Pignarre (con quien también ha colaborado Stengers en temas políticos), y en la cual Stengers ha publicado buena parte de su obra. El libro en cuestión, fruto de una conferencia ofrecida en 1989 por Stengers junto a Léon Chertok, es L’hypnose. Blessure narcissique (La hipnosis. Herida narcisista). En él, los autores, como se podrá comprobar, realizan un análisis y una crítica de la fundación del psicoanálisis como una supuesta superación de la técnica hipnótica.

Dejamos al lector que juzgue el contenido de la obra. Únicamente nos gustaría contextualizarla desde un punto de vista actual, más de dos décadas después de su publicación. La disciplina del psicoanálisis sufre actualmente un descrédito desde el punto de vista tanto de las ciencias experimentales, las cuales pretenden definir de manera jerárquica el camino único y exclusivo de lo que es ciencia, como desde el interior de la propia psicología, dominada por el servilismo ante dichas ciencias, lo cual la determina a privilegiar la búsqueda de una vía experimental. Este es un problema general de las ciencias llamadas humanas o sociales, las cuales no han sabido despojarse de un sentimiento de inferioridad que las ha llevado a imitar lo que no son y les ha impedido buscar un modo propio de ser.

Todo esto deja en una mala situación al psicoanálisis. Pseudociencia para unos, mala psicología para otros, su realidad es actualmente incierta, más allá del prestigio que sigue gozando en ciertos países y en algunos departamentos de filosofía. Podríamos esperar que la hereje Stengers, defensora de una pluralidad cosmopolítica de prácticas y contraria a toda denuncia realizada en nombre de una racionalidad única, se acercara al psicoanálisis para realizar una defensa de él. Sin embargo, aquí encontraréis todo lo contrario: un ataque a la pretensión, presente en la creación del psicoanálisis por Freud, de ser una técnica racional claramente diferenciada de la hipnosis que permitiría hacer confluir, y alcanzar de manera simultánea, el descubrimiento de la verdad y la cura de las patologías psíquicas. Se trata, en efecto, de una fuerte crítica al psicoanálisis, pero no porque adolezca de un déficit de racionalidad, sino por haber aspirado a constituirse como un modo de racionalidad a todas luces inalcanzable. No es la crítica que se esperarían aquellos que, hoy en día, desprecian el psicoanálisis y toda otra práctica en nombre de la “razón” y del “conocimiento científico”. Son las pretensiones de estos últimos de erigirse en jueces que determinan las prácticas que son válidas y las que han de ser desechadas, de imponer un punto de vista único acerca de cuáles son los fenómenos que pueden ser tenidos en cuenta, las que ante todo son rechazadas. Pues no hay mayor enemigo para el interés y la curiosidad que el sentimiento de superioridad, y sin curiosidad, sin experimentación y riesgo, no hay ciencia ni conocimiento posible. Duele ver que, en muchos casos, se pretende asentar la identidad de la ciencia en el descrédito y la burla de todo lo que queda fuera de ella, es decir, de lo que todavía no se ha logrado explicar y tal vez nunca se logre hacerlo. Sin duda, los que toman esta postura no se merecen el nombre de científicos.

Léon Chertok & Isabelle Stengers, L’hypnose. Blessure narcissique, Le Plessis-Robinson: Les empêcheurs de penser en rond, 1999 [1ª ed. 1990] [traducción al castellano no autorizada. En caso de hacer uso de ella, se ruega hacerlo, dado que no está autorizada, con prudencia, y en cualquier caso, claro está, con un fin no-comercial].

Instituto psiquiátrico La Rochefoucault de París, director J. de Verbizier.

Conferencia leída el 5 de Octubre de 1989 en el Instituto de Filosofía de la Academia de las Ciencias de Moscú, director V. S. Stiopine, en el marco del acuerdo de cooperación en Ciencias sociales entre la Academia de las Ciencias de la URSS y la Fundación Maison des Sciences de l’Homme.

¿Cúal es el estatuto del hecho hipnótico hoy en día? Nosotros mostramos en qué sentido este hecho es molesto, tanto para la teoría psicoanalítica, como para la psicología experimental, y cómo nos lleva a reflexionar sobre los límites de los modelos de cientificidad de los que disponemos actualmente. Mostramos en particular que la ambición de Freud, en el momento en que excluye la hipnosis y funda el psicoanálisis, ha sido la de crear las condiciones que aseguran la posibilidad de un acercamiento experimental-terapéutico del psiquismo humano. El fracaso de esta tentativa ha sido reconocido por Freud en 1937, pero Sandor Ferenczi ya había extraído las consecuencias, y había vuelto sobre la ruptura psicoanálisis/hipnosis (también comentamos la toma de posición contemporánea al respecto del psicoanalista F. Roustang). Un tal fracaso traduce el hecho, doloroso para el narcisismo humano, de que la posibilidad de la experimentación no es un “derecho” de la razón humana, sino un evento, el descubrimiento de una posibilidad de purificar y aislar un fenómeno. Es este mismo problema el que encuentran los acercamientos experimentales contemporáneos de la hipnosis. La singularidad de la hipnosis consiste entonces en que se trata menos de un hecho “en espera de teoría” que de un hecho que pone en cuestión la posición de “juicio sobre la realidad” que una teoría trata de instituir.

Dos encuentros

En 1949, uno de los autores de este texto, Leon Chertok, entonces en el inicio de su carrera de psiquiatría, encontraba a una paciente que iba a transformar su vida: Madeleine, una mujer de treinta y cuatro años, casada, que creía estar soltera y tener veinte dos años. Doce años de su vida estaban simplemente borrados de su memoria. Tras dos entrevistas, el psiquiatra debutante prueba una experiencia. En Viena, había visto a uno de sus profesores utilizar la técnica hipnótica. Él le pide a Madeleine que se estire, que se relaje, que mire fijamente dos de sus dedos… Bajo hipnosis, Madeleine recuerda sus años perdidos, y conserva este recuerdo tras su despertar.

Que la hipnosis pueda, entre otras cosas, hacer desaparecer una amnesia, eso se sabe. Pero sabemos muchas otras cosas de las que no tenemos ninguna explicación. A veces, la experiencia misma puede ser, sino olvidada, al menos rechazada: muchos de aquellos, entre los psicoanalistas principalmente, que han experimentado el extraño poder de la hipnosis, se han apartado de ella como de un posible inquietante, irracional, incluso vergonzoso, que es preferible evitar. En este caso el encuentro con Madeleine no tuvo este efecto. Ha sido un germen que se ha desarrollado progresivamente en perplejidad, y después, a continuación, en asombro escandalizado al mostrarse que el enigma de la hipnosis no sólo no interesaba a los psicoanalistas, sino incluso que el conjunto de la teoría psicoanalítica, lejos de explicar este enigma, parecía permitir a los psicoanalistas protegerse contra él.

Siempre es asombroso, para aquellos que no se dedican a la epistemología, el descubrir que las teorías no son neutras, que ellas mantienen con los “hechos” una relación altamente selectiva. Kant ha escrito que es tarea del científico presentarse ante la naturaleza como un juez que decide las cuestiones que él planteará y no como un alumno que debe aprender qué cuestiones plantear[1]. Pero la mayor parte de los que se dejan guiar por una teoría para determinar “las buenas cuestiones” no saben que ellos se comportan como jueces. En The Structure of Scientific Revolutions[2], Thomas Kuhn ha mostrado acertadamente que ellos han aprendido a “ver” lo que interrogan como algo que debe responder a las cuestiones que ellos plantean, conformarse al modelo, al paradigma que les ha sido transmitido bajo el modo de la evidencia. Esa es la razón por la que el encuentro con un hecho brutal, ininteligible, es una experiencia peligrosa, la cual pone en peligro tanto la seguridad intelectual como el estatuto profesional del investigador.

En 1984, la segunda autora de este texto, Isabelle Stengers, recibe una invitación inesperada: ¿no aceptaría ella interesarse en la hipnosis? Ella duda mucho. Ignora prácticamente todo sobre la hipnosis, salvo que se trata de un fenómeno que escapa hasta el momento a la teorización. Pero sabía por experiencia que los que se consagran a fenómenos de este género, y han aceptado por tanto el peligro de la disensión, resisten difícilmente a la soledad y devienen a menudo unos iluminados, persuadidos de poseer la clave, la respuesta que escapa a todos, y persuadidos igualmente de que su aislamiento es el resultado de un complot, de un rechazo activo de la verdad. Ella acepta sin embargo el encuentro y descubre que su interlocutor no se creía en posesión de una respuesta. Desde hacía décadas, él luchaba para que un no saber, una perplejidad, sea reconocida.

¿Qué puede un hecho contra una teoría? La mayor parte de los que conocen un poco de epistemología responderán: nada. Nada en época normal al menos. Es necesario esperar al “genio”, aquel que pondrá el hecho rebelde en el centro de una nueva teoría, le concederá su inteligibilidad. Entonces podrá comenzar la controversia, el enfrentamiento entre teorías rivales. En este contexto, ¿el interés por la hipnosis no es prematuro? ¿No es necesario dar la razón a los que rechazan una puesta en cuestión que no aporta con ella la garantía de una nueva inteligibilidad? Pero por otra parte, ¿cómo comprender entonces que la cuestión de la hipnosis sea juzgada, por la mayor parte de los psicoanalistas, no como prematura, sino como inquietante, como la amenaza de una vuelta a un pasado oscurantista del cual precisamente el psicoanálisis nos ha liberado? ¿Por qué se asocia el interés por la hipnosis no tanto con una originalidad  como con una herejía, incluso con un interés irracional?

La cuestión de la hipnosis es por tanto una cuestión en una encrucijada. Por su contenido, concierne al psiquismo humano y a aquellos, terapeutas, filósofos, investigadores científicos, que tratan de comprenderlo. Pero puesto que esta cuestión es activamente reprimida por el psicoanálisis, ella pone igualmente en cuestión la concepción que nos hacemos del progreso científico[3].

Heridas narcisistas

Cada uno conoce el paralelismo establecido por Freud entre el psicoanálisis y las obras de Copérnico y de Darwin. En los tres casos, nos explica, el narcisismo humano ha sido herido. El hombre se creía en el centro del Universo, se creía rey de la creación, dueño de su vida psíquica. Él se reencuentra habitando un planeta insignificante, producto contingente de la evolución biológica, y descubre, con Freud, que las razones de sus experiencias más personales escapan a su consciencia. ¿Cómo no comprender entonces que los hombres resisten a la herida psicoanalítica como han resistido a Copérnico y a Darwin?

La analogía invocada por Freud es altamente significativa. Ella pone en escena el precio doloroso con el que se paga el progreso científico. En cada caso, los hombres deben cambiar unas ilusiones narcisistas por un saber racional. Lo que no dice Freud es también significativo: él no comenta en ninguna parte la diferencia entre la ciencia creada por los herederos de Copérnico, la mecánica celeste, pero también la física en general, y la creada por los herederos de Darwin.

El abandono de la astronomía tradicional quizás ha sido doloroso, pero el tipo de saber que ha nacido de este abandono ha concedido plausibilidad a la comparación entre el científico y el juez propuesta por Kant. El mundo que observan los astrónomos es un mundo regular, que permite una descripción matemática. El mundo de los fenómenos mecánicos, a propósito del cual Galileo enuncia las primeras leyes del movimiento, es un mundo que se puede simplificar, purificar, de manera que los hechos y las teorías mantienen una relación que permite juzgar, una relación experimental. Todos los hechos, entonces, no son válidos. La práctica experimental asociada al nombre de Galileo es selectiva, implica la separación entre lo que es definido, hipotéticamente, como inteligible por la teoría y el conjunto de los efectos parásitos que otras teorías, tal vez, vendrán a esclarecer. Ella crea los fenómenos que podrán, con un mínimo de ambigüedad, poner a prueba sus teorías. Nosotros diremos que los herederos de Copérnico son el conjunto de los que practican las ciencias experimentales, es decir, las ciencias que se fundan, en diferentes dominios, en el descubrimiento de la posibilidad de transformar los fenómenos en testimonios fiables de las teorías.

Por el contrario, la renuncia a una visión finalizada, harmoniosa, del mundo viviente, asociada al nombre de Darwin, no ha tenido por recompensa el descubrimiento de leyes generales, y la posibilidad de juzgar los fenómenos en nombre de estas leyes. Al contrario, cada vez que los biólogos han querido enunciar una verdad general en cuanto a la evolución biológica, dar por ejemplo una definición general de la noción de adaptación, se han alejado de la verdad del darwinismo. En este caso, ningún juicio puede permitir sobrepasar la diversidad de las situaciones, de las circunstancias. Durante mucho tiempo se ha creído que los mamíferos debían su desarrollo a una superioridad inteligible. Hoy en día sabemos que ellos se han “beneficiado” sin duda de una catástrofe ecológica determinada por un evento contingente. La teoría darwinista no progresa estableciendo unas relaciones generales de causalidad, sino complicando cada vez más las razones de la evolución. Ella impone al biólogo la exploración de un laberinto de causas y efectos, se traduce en la necesidad de una multiplicidad de relatos, reconstituyendo, de manera hipotética, la manera en que un conjunto variable de causas se han articulado para producir un fragmento de evolución.

El mundo descubierto por Darwin es un mundo en el que la razón no puede comportarse como jueza, en el que el investigador [chercheur] se debe convertir en explorador [enqueteur], incapaz de determinar a priori lo que es significativo y lo que puede ser desatendido.

La analogía establecida por Freud es por tanto peligrosa. Ella disimula la diversidad intrínseca de nuestros saberes racionales. En la medida en que ella deja en la sombra la diferencia entre las prácticas de los herederos de Copérnico y las de los de Darwin, pone un obstáculo a la cuestión: ¿a qué tipo de práctica racional debe corresponder la “tercera herida narcisista”? Y, más precisamente, da a entender que la razón humana posee el derecho a esperar, a cambio de una herida narcisista, el acceso a un mundo que ella podrá juzgar. Como vamos a ver, esa era la convicción de Freud. El abandono por Freud de la práctica de la hipnosis y la creación del protocolo psicoanalítico corresponden a la voluntad de purificar, de simplificar, de controlar, es decir, de transformar al psicoanalista en heredero de Copérnico y al psiquismo humano en testimonio fiable de una lectura teórica.

La creación del psicoanálisis

La historia del psicoanálisis comienza con la estancia que Freud hizo en París, entre 1885 y 1886, en el servicio de Charcot[4]. El que había partido para París era un neuro-fisiólogo, convencido de que toda psicología es el síntoma de una lesión fisiológica. El que vuelve a Viena sabe que, gracias a la hipnosis, Cahrcot podía “hacer y deshacer” ciertas formas clásicas de patología, principalmente de parálisis. En la medida en que una causa puramente psíquica como la hipnosis podía provocar una parálisis tal, y después suprimirla, no era a la fisiología sino a la “psicología” que uno debía dirigirse para comprender tales trastornos. En un artículo aparecido en 1893[5], Freud expone su hipótesis: las parálisis “histéricas” ignoran la anatomía; lo que se paraliza no es la pierna en el sentido anatómico sino en el sentido en que la define la lengua corriente; la causa de la parálisis debe ser por tanto un evento vivido, el cual implica la concepción que el histérico tiene de su pierna. La hipnosis, entonces, es a la vez un instrumento de prueba de la hipótesis y de curación. Ella permite reencontrar el recuerdo del evento traumático, liberar la “carga afectiva” que permanecía asociada a él, y por tanto suprimir el síntoma.

En esta época, la hipnosis es para Freud un instrumento providencial. Ella le da al terapeuta el poder de actuar, de remontar a la causa del síntoma. Permite esperar que se pueda conferir a la terapia la simplicidad de una técnica de laboratorio. Pero Freud no ha conservado durante mucho tiempo esta concepción optimista. Él se ha dado cuenta bastante rápido de los límites del poder del hipnotizador. Todos los pacientes no son hipnotizables e, incluso mientras lo son, aparentemente son capaces de resistir: a veces los síntomas no desaparecen más que de manera transitoria, o reaparecen bajo otra forma, como si la verdadera causa consiguiera escapar al recuerdo. Por otra parte, Freud ha llegado a dudar de la veracidad de los recuerdos de los pacientes. En 1897, él va a abandonar la teoría de la seducción y a adoptar la idea de que los recuerdos de sus pacientes ponen en causa un traumatismo sexual precoz provocado por otro, a menudo por un adulto, que no designa un evento real sino un fantasma. Por tanto, la hipnosis o las otras técnicas que derivan de ella puestas en juego por Freud lo han inducido, concluye entonces, al error. La hipnosis no da acceso a la verdad; ella proporciona a la ficción, al fantasma, el acento de la verdad. Ella es engañosa.

La hipnosis no sólo es engañosa. Es peligrosa. Ella puede suscitar un lazo de tipo amoroso entre el hipnotizador y su paciente. Este hecho era bien conocido por los antiguos hipnotizadores, pero había sido desatendido por Charcot y todos aquellos que, a fines del siglo XIX, habían tratado hacer de la hipnosis un fenómeno científico respetable. Freud comprende esta dimensión del fenómeno hipnótico cuando una paciente, al despertarse, le “pasa los brazos alrededor del culo”, provocándole una gran confusión[6].

Por tanto, la hipnosis ha decepcionado a Freud. Ella no es capaz de transformar al paciente en testimonio fiable de la razón de sus síntomas. Lo constituye en falso testimonio, el cual hace pasar una ficción por una verdad. Peor aún, ella subvierte los roles, transforma al que busca la verdad en actor, parte interesada de la ficción patológica. Pues Freud no pudo creer que los tiernos sentimientos de su paciente se dirigieran a él. Se debía de tratar de sentimientos dirigidos a una “tercera figura” y transferidos al psicoanalista. La hipnosis no es un instrumento de verdad. Permite al paciente escapar de la empresa de la verdad, resistir. Y no le proporciona al terapeuta los medios para comprender y dominar estas resistencias que hacen obstáculo a su acción.

La creación del protocolo analítico coincide con la definición de Freud de los medios que deberían permitirle vencer las resistencias del paciente, es decir, constituirlo en testimonio fiable de las razones de sus síntomas. El psicoanálisis no es una ruptura en relación a la hipnosis; busca lograr aquello que la hipnosis se ha revelado incapaz de hacer. Por lo de pronto, el golpe de genio de Freud ha sido transformar el obstáculo en motor de la cura, es decir, inventar un laboratorio de tipo nuevo en el que se crea una “enfermedad artificial” centrada en la persona del psicoanalista, la neurosis de transferencia[7]. El paciente resiste al hacer jugar a su terapeuta un rol fantasmal, al transferirle una relación que repite el pasado, al mezclar de manera incontrolable la realidad y el fantasma. Puede ser así, pero al hacerlo el inconsciente del paciente se desvela. El psicoanalista sabe que él no está implicado realmente en la relación de transferencia. La dimensión fantasmal es por tanto purificada, deviene descifrable. Y, por tanto, la tarea del psicoanalista será entonces hacer tomar consciencia al paciente de aquello a lo que resiste y de lo que significa la manera en la que resiste.

El protocolo analítico tiene por tanto como primer sentido crear un espacio cerrado y controlable, en el que el sentido de los síntomas aparecerá de manera pura. El psicoanálisis “crea su objeto” como los químicos del siglo XIX. La neurosis real es incontrolable. El paciente puede mentir, mezclar fantasma y realidad, confundir los roles. La neurosis de transferencia permite al psicoanalista analizar la manera en que se producen la mentira, la mezcla y la confusión, y por tanto comprender los mecanismos inconscientes a los cuales obedecen las resistencias de su paciente.

La técnica psicoanalítica, como toda técnica experimental, define activamente su objeto. Esta definición pasa por el rechazo de la hipnosis, en la medida en que, en la relación hipnótica, el terapeuta se presenta como actor que reconoce su responsabilidad sobre lo que va a vivir el paciente. Por tanto, él no puede evitar que se establezca un lazo afectivo entre él y su paciente que traduzca este rol real. Es él quien provoca la relación, él sugiere, pregunta, anima, tranquiliza, él se presenta explícitamente en tanto que dotado de un poder, incluso si él mismo no comprende la razón de este poder. La relación psicoanalítica, en cuanto a ella, prohíbe al terapeuta toda actitud que le pondría en escena en persona, de manera que el conjunto de los deseos, proyectos y voluntades que el paciente atribuirá a su psicoanalista reenvían a sus propios fantasmas. En este sentido, puede parecer justificado que un psicoanalista diga: “yo no me tengo que preocupar de la hipnosis, ella no forma parte del objeto del psicoanálisis”. O más precisamente, este enunciado estaría justificado su Freud hubiera logrado hacer de los psicoanalistas unos herederos de Copérnico.

El fracaso del psicoanálisis

La creación de una marcha experimental no depende solamente de la voluntad de los hombres, sino también del mundo al que tienen que enfrentarse. Si los partidarios de Aristóteles hubieran tenido razón, si el movimiento del proyectil hubiera implicado, como ellos creían, una puesta en movimiento del aire y una retroacción del aire sobre el proyectil, Galileo estaría equivocado al creer poder hacer abstracción del aire. Y por otra parte los físicos del siglo XVIII descubrirán que, siguiendo únicamente las leyes galileanas del movimiento, el vuelo de los pájaros sería una imposibilidad física: los pájaros, contrariamente a las piedras, necesitan el aire. Asimismo, si el químico Berthollet hubiera tenido razón cuando él rechaza la noción de cuerpo puro con composición fija (y se sabe hoy en día que ciertos componentes, los “bertólidos”, no responden a las leyes de composición estequiométrica), la química del siglo XIX no habría conocido su desarrollado explosivo. Una vez más, de la misma manera los físicos y químicos del siglo XIX que han subrayado el carácter irracional de la creencia en la existencia de los átomos habían tenido razón. Únicamente cuando la física ha tenido acceso a la hipotética realidad discreta microscópica, el evento que ha hecho de los átomos una realidad física ha tenido lugar. Es este evento, inesperado y maravilloso, el que Jean Perrin celebra en su gran libro, Les atomes[8]. Por último, asimismo el descubrimiento de que las bacterias pueden, a diferencia de los seres vivos más complejos, ser tratados como objetos de laboratorio (y no solamente ser estudiados en laboratorio), es lo que ha posibilitado los progresos fulminantes de la genética y de la biología molecular en los últimos cuarenta años.

Si la definición de un objeto experimental, susceptible de ser aislado, purificado, y de devenir testimonio fiable que permite poner a prueba de manera rigurosa una teoría, permite a la razón comportarse como jueza, esto pertenece siempre al orden del evento, raro respecto al conjunto de los fenómenos que escapan a la experimentación. Es cuando este evento, siempre sorprendente, es descrito retrospectivamente como correspondiente a un derecho legítimo, como la consecuencia de un método o de una interrogación finalmente racionales, que ciertas ciencias se comprometen en unas prácticas que imitan a las ciencias experimentales, es decir, definen la medida y el control como unos valores en sí, sin preocuparse por la pertinencia de su acercamiento. En las ciencias verdaderamente experimentales, el método sucede al evento. En las ciencias que imitan a las ciencias experimentales, un método “objetivo” garantiza el carácter científico de la marcha y el poder del científico reenvía a una pura relación de fuerza: es él quien decide “racionalmente” cuáles son las buenas cuestiones.

Es igualmente el olvido del evento lo que compromete a las teorías del conocimiento con la vía del idealismo, pues este olvido permite a la razón humana concebir la relación del conocimiento con el mundo como una relación de dominio que se desarrolla progresivamente a lo largo del tiempo, pero adquirida por derecho: el mundo está “hecho para” ser juzgado por los hombres.

El inconsciente, en el sentido de Freud, garantiza conceptualmente que él pueda fundar sin lugar a dudas el derecho del psicoanálisis. En efecto, es concebido en términos de conflicto, de rechazo de una verdad insoportable, de resistencia contra todo lo que podría conducir a la toma de conciencia de esta verdad. En esta perspectiva, el protocolo analítico concede, gracias a la transferencia, un poder al analista, el de luchar contra las resistencias que obstaculizan al poder propio de la verdad. La cura coincide por tanto con el triunfo de la verdad, a la cual la concepción del inconsciente le garantiza que por sí solo posee un poder verdaderamente curativo. Desde el punto de vista freudiano, el conjunto de las antiguas técnicas terapéuticas reposaba sobre la transferencia, sobre la influencia del terapeuta, pero únicamente el psicoanálisis ha puesto la transferencia al servicio de la verdad.

Cuando ha inventado el psicoanálisis, Freud ha creado las condiciones de producción posible del evento que él deseaba, la transformación de su paciente en testimonio fiable de las razones de su sufrimiento, la puesta de la enfermedad al servicio de la verdad, la convergencia entre la ambición de comprender y la de curar. En eso, su obra es realmente genial. Sin embargo, el éxito de de su empresa no dependía de él, sino del psiquismo humano al cual se enfrenta el psicoanálisis. Para que la relación psicoanalítica se muestre efectivamente diferente, y no sólo conceptualmente, de las relaciones terapéuticas tradicionales, y principalmente de la relación hipnótica, era necesario que la cura psicoanalítica se distinguiera por su eficacia. Sólo entonces la pertinencia de la manera en la cual el psicoanálisis aborda el problema del inconsciente podría ser establecida.

En 1937, en su célebre artículo “El análisis con fin, el análisis sin fin”[9], Freud ha reconocido que las curaciones producidas por la cura psicoanalítica no son ni predecibles, ni fiables, ni completas. De hecho, cuando se compara su descripción de las dificultades a la cuales se enfrenta la cura psicoanalítica con las debilidades que él había reprochado a las técnicas que ha abandonado, la diferencia no aparece. Sobre estas últimas, él había subrayado que no permiten afrontar las resistencias, pero en 1937 reconoce que el poder que la transferencia confiere al psicoanalista no es suficiente para vencer las resistencias. Por tanto, la diferencia es ante todo de orden conceptual; el Freud de 1937 posee los medios para describir extensamente por qué el psicoanálisis es una “labor imposible”, para justificar teóricamente el fracaso de la cura, mientras que cincuenta años antes él únicamente podía constatar su impotencia.

El fracaso práctico del psicoanálisis abre por tanto el espacio de una elección. Bajo nuestra perspectiva, diremos que el evento del cual depende la creación de una ciencia de tipo experimental no se ha producido. En esta perspectiva, el psicoanálisis permanece ciertamente como una práctica terapéutica singular, pero no ha conquistado, no más que las otras formas de terapia, el privilegio de juzgar y de definir su objeto. Sus teorías no mantienen con la realidad una relación que permita poner a prueba su pertinencia. El psicoanálisis no produce, no más que las otras técnicas psicoterapéuticas, unos testimonios fiables en el sentido experimental. Lo cual se confirma por otra parte con la proliferación de teorías psicoanalíticas divergentes tras la muerte de Freud. Esta no ha sido evidentemente la perspectiva adoptada por los herederos de Freud. Para ellos, el hecho de que el psicoanálisis defina su objeto y de que el protocolo psicoanalítico entretenga relaciones inteligibles con este objeto constituye un progreso en sí mismo respecto al cual toda puesta en cuestión sería una “regresión” de la racionalidad. Dicho en otros términos, los psicoanalistas rechazan la herida narcisista que la realidad ha impuesto a sus ambiciones. Vale más mantener una práctica que concede al que la practica la impresión de que comprende lo que hace que admitir un retorno a la perplejidad.

Esta actitud es profesionalmente racional. Los pacientes que se dirigen a un psicoanalista poseen la convicción de que esta práctica es privilegiada, que ella sola les proporcionará acceso a las verdaderas razones de sus síntomas. Por otra parte, una de las singularidades más asombrosas de la cura psicoanalítica es el poder mantener a un paciente en análisis, a menudo, durante mucho más de diez años. De hecho, incluso si su sufrimiento no es atenuado, la cura y la transferencia sobre el psicoanalista tienen el poder de crear en el paciente la pasión de resolver su propio enigma. Si los psicoanalistas renunciaran al concepto de un inconsciente en conflicto con la verdad, el cual resiste a la solución del enigma que se halla en el centro del sufrimiento del individuo, asimismo ellos perderían sin duda el poder de prolongar indefinidamente la duración de las curas.

Esa es la razón, pensamos nosotros, por la que la cuestión de la hipnosis es rechazada de manera tan violente por los psicoanalistas, y por la cual aquéllos que, como François Roustang en Francia, han osado plantear el problema de la relación entre las relaciones psicoanalítica e hipnótica han sido acusados de “serrar la rama sobre la cual están sentados”[10], es decir, de poner en peligro su propia profesión. Roustang señalaba que la neutralidad del analista, la cual se considera que garantiza que éste, contrariamente al hipnotizador, no toma parte en la relación afectiva que se establece entre el terapeuta y su paciente, es un falso pretexto. La influencia sugestiva del psicoanalista es tanto más temible cuanto que es silenciada. La relación puesta en juego, escribía él, es una relación de “sugestión a largo plazo”, en la cual el analizado puede llegar hasta a una identificación devastadora con su analista, devenir su doble. ¿Cómo asombrarse entonces de que, a pesar de la proliferación de teorías rivales, un paciente nunca conduzca al psicoanalista a cuestionar su modo de interpretación, y de que, por el contrario, tantos análisis desembocan en la elección, por parte del paciente, de devenir él mismo psicoanalista? Roustang concluía, a partir de las reacciones de sus colegas, que “¿sería necesario entonces que un psicoanalista sea estúpido o ciego?”. En efecto, es necesario atenerse a los conceptos y rechazar ver los hechos para continuar creyendo que psicoanálisis e hipnosis se oponen como la búsqueda de una verdad liberadora y una sugestión dominadora. Si la relación psicoanalítica inventada por Freud se distingue de la relación hipnótica es más bien por el aumento de poder que confiere al terapeuta, justamente en la medida en que él pretende no estar para nada en la relación afectiva que se crea con su paciente.

Ya Sandor Ferenczi, durante mucho tiempo el intérprete más autorizado del pensamiento de Freud, había llegado a comprender que no hay nada neutro, de hecho, en la actitud del psicoanalista, y que sus pacientes sentían, sin poder a menudo reconocérselo, el aburrimiento, el desprecio, la agresividad que favorece en el analista el sentimiento de su propio poder. Ferenczi vino a concluir que la noción de transferencia tiene como primera función proteger al psicoanalista, permitirle ignorar sus propios sentimientos ocultos. Él reconoció por tanto que la relación que se establece con el paciente no es solamente una relación de transferencia, en la cual el paciente repite su pasado, sino también y sobre todo una relación afectiva real que cuestiona al terapeuta. Igualmente, él osa solicitar a sus colegas que reconozcan que la técnica de la asociación libre creada por Freud es una técnica hipnógena y afirma públicamente que no dudaba, por su parte, en aceptar, e incluso en suscitar, unos estados de “trance” en sus pacientes[11].

La contestación de Ferenczi tiene por primera razón el fracaso práctico del psicoanálisis, el cual él tuvo el coraje de reconocer mucho antes de “El análisis con fin, el análisis sin fin” de Freud. Y, contrariamente a Freud, a quien acusa de “nihilismo terapéutico”, Ferenczi rechaza considerar como legítimo el transformar a los pacientes en “contribuyentes a la vida”. Él abandona el protocolo analítico por una práctica altamente afectiva, abandonando toda “pretensión hipócrita” a la neutralidad, animando a sus pacientes a criticarlo, a denunciar sus insuficiencias y sus insensibilidades, buscando aportarles una comprensión y una afección reales, compartir su sufrimiento, lo cual es lo único, pensaba él, capaz de curarles[12]. Correlativamente, Ferenczi pone en cuestión el inconsciente freudiano: igual que los pacientes tienen razón en quejarse de su analista, Freud estaba equivocado al considerar que los traumatismos, seducciones, malos tratos de los que ellos se quejaban no son más que unos recuerdos fantasmales. La tarea del psicoanalista es entonces no tanto descubrir la verdad conflictual que disimulan estas quejas como conducir al paciente a devenir capaz de comprender y de “perdonar” a aquél que ha causado el trauma, así como a su analista.

La crítica de Ferenczi en contra del psicoanálisis no ha sido aceptada. Ha sido considerada por Freud y sus discípulos, pero también por la mayor parte de los historiadores del psicoanálisis, como la expresión delirante de su resentimiento inconsciente hacia Freud, de su culpabilidad… En pocas palabras, desde el momento en que él ha cuestionado el protocolo psicoanalítico, Ferenczi ha sido analizado como un caso patológico. Es una gran fuerza de los psicoanalistas, una fuerza de la cual tienden a abusar, la de condenar las críticas en tanto que síntomas.

Es cierto que la radicalidad de la elección de Ferenczi, el heroísmo con el cual se ha sometido al análisis de sus insuficiencias por parte de sus pacientes, son extremos y nos reenvían a una personalidad singular. Pero el problema que él ha puesto de relieve está hoy en día, más que nunca, en el centro del psicoanálisis.

La empatía

Tras la muerte de Freud, el psicoanálisis ha conocido una modificación esencial. Freud había limitado el tratamiento analítico únicamente a los neuróticos, cuyos síntomas reenvían según la teoría a los conflictos edípicos y los cuales son capaces de una relación de transferencia (el paciente transfiere al psicoanalista el rol que él atribuye fantasmalmente a uno u otro actor de ese conflicto). Él había excluido a los “casos límite” (borderlines) y a los psicóticos, cuyo problema reenviaba según él al estado pre-edípico. Esta exclusión no ha sido mantenida. Y los psicoanalistas que han aceptado tratar a los esquizofrénicos y a los borderline han comprendido muy rápido que era imposible conservar en tales casos la actitud de neutralidad analítica; un neurótico es susceptible, como había observado Ferenczi, de no reconocer que siente esta neutralidad como una crueldad y una insensibilidad por parte de su analista. Un esquizofrénico, en cuanto a él, será más susceptible de “sacudir” que de comprometerse en una relación de transferencia. En consecuencia, los psicoanalistas han introducido, y muchos de ellos, sobre todo en los Estados Unidos, la han extendido al tratamiento de las neurosis, la empatía.

La empatía tiene muchas definiciones, pero la esencial es que el analista está a partir de ahora afectivamente presente: el paciente debe sentir que su analista se pone en su lugar, comprende sus reacciones, simpatiza con él. A esta nueva concepción del tratamiento[13] corresponde la idea, defendida principalmente por Heinz Kohut, de que la causa esencial de los problemas no es el conflicto, sino más bien la carencia afectiva que ha sufrido el niño en el curso de su desarrollo. Entonces, se trata menos de elucidar, de interpretar, que de reparar, alimentar, retomar el proceso de desarrollo en el momento en que ha sido defectuoso. Como Ferenczi, los practicantes de un psicoanálisis empático piensan por tanto que la cura psicoanalítica no es la escena de un triunfo de la verdad contra las resistencias, y que el psicoanalista debe implicarse afectivamente, aceptar jugar efectivamente el papel de la madre en el proceso curativo.

Los psicoanalistas que practican la empatía están convencidos de haber permitido un progreso del psicoanálisis. Esto es sin duda verdad sobre el plano terapéutico. En cambio, la empatía abre el psicoanálisis a unas cuestiones que no puede dominar. En efecto, todo el edificio freudiano se encuentra amenazado. Si el fin que persigue un terapeuta es un fin de reparación, de restauración, de reanudación de un desarrollo patológicamente detenido, ¿cómo definir la diferencia entre el psicoanálisis y el conjunto de las otras prácticas terapéuticas? ¿Cómo no admitir el parentesco entre la empatía y la hipnosis, la cual también parece tener un efecto restaurador, permitiendo la integración de experiencias disociadas?

Ferenczi había visto en efecto que el camino que él tomaba hacía del análisis freudiano de las asociaciones y de las resistencias un “inmenso rodeo” que conducía finalmente a esta buena y vieja “gentileza” hacia el paciente, y a la catarsis que se creía desde hace mucho enterrada[14]. Él sabía igualmente que los rodeos, en lo que concierne al saber, no son nunca inútiles desde el momento en que aquellos que están comprometidos son capaces de admitir que la perplejidad y la apertura que han ganado poseen más valor que el mantenimiento de ambiciones a las cuales la realidad ha desposeído de la razón. Tal no es desafortunadamente la actitud de los psicoanalistas que practican la empatía. Para la mayor parte, ellos tratan al contrario de limitar las consecuencias de la innovación práctico-conceptual que han introducido, de “corregir” o de “completar” a Freud. Ellos quieren sobre todo mantener la pretensión de que su práctica sea tan racional, tan inteligible, tan controlable, como la que se considera que posee el psicoanalista ortodoxo freudiano. En otros términos, quieren permanecer ciegos al hecho de que la empatía separa de manera oficial al psicoanalista tanto de los herederos de Copérnico como de los de Darwin. El psicoanalista ya no es un juez que separa la verdad de la ilusión. Él no es incluso un explorador que trata, por medio de sus índices y de sus conjeturas, de reconstituir un fragmento de historia. Él está personalmente comprometido, como el hipnotizador, en una historia cuya apuesta no es la producción de una verdad, sino la producción de nuevas experiencias afectivas para su paciente. El sentido de de la tercera herida narcisista, la cual define la herencia de Freud, sería por tanto el de tener que renunciar al poder de juzgar y a la pasión de descifrar, y el de reconocer que, cuando de lo que se trata es de lo que llamamos el “psiquismo” (y sin duda esto es verdad igualmente para los animales que son capaces de sufrir y de aprender), el conocimiento no puede ser abstraído del vínculo afectivo que se crea entre aquel que conoce y aquel que es conocido.

El desafío de la hipnosis

Hace casi cuarenta años, el 9 de mayo de 1960, se abría en Nueva York una reunión común de la Asociación psiquiátrica y de la Asociación psicoanalítica americanas a propósito de las utilizaciones terapéuticas de la hipnosis. En el curso de este coloquio, Lawrence Kubie definió la hipnosis como un “terreno de elección para las investigaciones psico-fisiológicas y psicoanalíticas”[15]. En la misma época, en 1959, dos psicoanalistas, Gill y Brenman, habías publicado un importante estudio: Hypnosis and Related States. Psychoanalytical Studies in Regression[16]. ¿Cómo explicar que el desarrollo, previsible en esta época, de una aplicación de la hipnosis de orientación psicoanalítica, no se haya producido?

        Una primera explicación es sociológica: es difícil, de manera general, proseguir una práctica minoritaria, y una práctica que evoca, además, una que está desvalorizada como la de los hipnotizadores de music-hall o de los exorcistas. Pero por otra parte, es necesario subrayar que la práctica de la hipnosis es difícil para el terapeuta: no solamente el que hipnotiza no puede pretender comprender lo que hace, y debe aceptar que el grado de hipnotizabilidad del paciente escapa a su dominio, sino que además él debe pasar por la buena voluntad de su paciente. Contrariamente a la relación psicoanalítica, la relación hipnótica no pretende estar fundada sobre un malentendido del cual el paciente es responsable. Como subrayan Gill y Brennan, el hipnotizador anuncia al contrario que “en razón de lo que hago, usted se encontrará capaz de hacer cosas que no podría hacer de otra manera, e incapaz de hacer otras que podría hacer de otra manera”. Él se encuentra por tanto en una posición de doble vulnerabilidad: frente al escepticismo de su paciente, pero también frente a su propia ansiedad. ¿Qué tendencias le empujan a utilizar una técnica que lo pone en la posición de “hacedor de milagros”, a liberar unas fuerzas que él no controla ni comprende? La posición del psicoanalista es infinitamente más confortable, en la medida en que su teoría le permite afirmar que la transferencia es el problema del paciente y le prescribe el aceptar sus protestas, reproches y sufrimientos como tantas resistencias que tienen por función cogerlo en la trampa. Incluso el psicoanalista “empático” está protegido por su teoría, la cual define y justifica su intervención. La hipnosis, en cuanto a ella, deja al terapeuta sin defensas frente a su perplejidad.

Es sorprendente que el estudio experimental de la hipnosis tampoco haya podido permitir definir el fenómeno hipnótico[17]. Los primeros experimentadores, siguiendo en ello a Bernheim, han asimilado hipnosis y sugestibilidad. Unas medidas estandarizas de sugestibilidad han sido puestas a punto para definir la profundidad de un estado de hipnosis (Weitzenhoffer y Hilgard), pero en seguida se ha mostrado que se podría poner en duda de manera totalmente legítima el hecho de que la medida de sugestibilidad testimonie de manera fiable del estado hipnótico. ¿Cómo distinguir un sujeto bajo verdadera hipnosis y un sujeto que simula ese estado, lo cual entra en el rol que le es prescrito por el protocolo experimental? Es difícil reducir la hipnosis a una simulación en los casos que escapan a los protocolos experimentales, cuando, por ejemplo, la hipnosis permite curar una amnesia, ¡o calmar los sufrimientos ocasionados por unas quemaduras de tercer grado! Pero la marcha experimental sistemática sobre los humanos impone, evidentemente, unas pruebas soportables y reproductibles, tales que la simulación siempre es posible.

La marcha experimental supone un fenómeno purificable, que el experimentador puede definir objetivamente. Los experimentadores tienen, por definición, un temor, el de confundir hecho y artefacto; el de producir, por sus operaciones, el fenómeno que estas operaciones deben permitir aislar y estudiar objetivamente. Tras años de controversias, podemos concluir que la hipnosis experimental no permite la distinción entre hecho y artefacto. Ningún protocolo ha permitido definir una diferencia operacional reproductible entre “hipnosis real” y simulación. Los protocolos que debían servir para purificar el fenómeno hipnótico, para medirlo y controlarlo, entran de manera incontrolable en la producción misma de ese fenómeno. El sujeto bajo hipnosis sabe que es el objeto de una experimentación y su comportamiento está guiado e informado por este saber. La hipnosis establece una relación mientras que la experimentación exige, para permitir un juicio, la separación.

La hipnosis es por tanto una herida narcisista tanto para los experimentadores como para los terapeutas. Cómo asombrarse de que ella siga considerada, todavía hoy, como un fenómeno “irracional”, es decir, que no pueda interesar más que a unos espíritus amantes del misterio y de lo irracional; en última instancia, un fenómeno que, al parecer, “sería mejor que no existiera”. Cuantas veces no hemos escuchado decir: “¿La hipnosis? Pero si fuera un fenómeno interesante, ¡eso se sabría!” a personas ingenuas y con buena voluntad, sinceramente asombradas, y las cuales ignoran que nuestros saberes no son neutros, y que el silencio pesa sobre los fenómenos que hieren el narcisismo de los investigadores.

Y por tanto, justamente porque es un fenómeno hiriente, la hipnosis constituye para todos aquellos que se interesan por el psiquismo humano un desafío fundamental. Ella nos plantea, de manera brutal, la cuestión: ¿hemos tomado bien la medida de lo que significa la idea de conocimiento cuando éste tiene por objeto unos seres con los que mantenemos una relación afectiva? ¿No somos prisioneros de los ideales de conocimiento que han guiado nuestra exploración de los fenómenos naturales? ¿No somos igualmente prisioneros de los ideales normativos que nos ha legado nuestra tradición filosófica, racional y moral en cuanto a lo que debería ser la relación de un ser humano con su entorno?

Numerosos son los signos de que nos negamos a abordar estos problemas de frente. Nosotros tomaremos dos ejemplos, el del efecto dicho “placebo” en medicina y el de la sugestión.

El efecto placebo es bien conocido. Cuando se pone a prueba la eficacia de un medicamento, se compara siempre esta eficacia con la de un producto desprovisto de todo efecto fisiológico pero administrado a los enfermos como si se tratara del medicamento. En efecto, se sabe que, estadísticamente, este “placebo” tendrá, él también, un efecto curativo. Los enfermos se curan sin razón aparente, porque han creído absorber un medicamento nuevo y potente. El efecto placebo es bien conocido, pero no interviene en el saber médico más que de manera negativa, como efecto parasito que no se debe confundir con el efecto “real” buscado. A cambio, en nuestros países al menos, pocas investigaciones son consagradas a la manera en que la medicina podría beneficiarse de esta posibilidad. Como si se tratara de una manera “mala”, “irracional”, de curar. Mientras que un esfuerzo gigantesco es consagrado al progreso técnico de la medicina, ningún esfuerzo es consentido para formar a los médicos en el “arte” de la relación, para hacer de ellos unos mejores curadores. Todo ocurre como si el tener en cuenta un fenómeno que nos impone la realidad pusiera en peligro los ideales racionales de la medicina, entrañara la amenaza de una confusión entre médico y charlatán. Racionalidad e irracionalidad están aquí inextricablemente asociadas. El médico se dice racional porque él limita su acción a los factores que el cree comprender y controlar, pero es irracional en la medida en que rechaza interesarse por lo que no comprende, e incluso se burla de ello, y no trata de integrarlo de manera empírica pero atenta en su práctica. Nuestros ancestros prehistóricos, quienes nos han legado los animales domésticos, la agricultura o la metalurgia, ¿se han comportado sin embargo de otra manera?

En cuanto a la sugestión, probablemente asociada de manera estrecha al efecto placebo, conserva también un sentido ante todo negativo. Freud decía sobre ella que es una “influencia sin fundamento lógico suficiente”[18], y había intentado explicar esta insuficiencia por un fenómeno de transferencia. Desde Freud, los psicoanalistas han intentado ante todo defenderse contra la acusación de actuar por sugestión, y han definido por tanto la sugestión de manera peyorativa. De la misma manera que curar por placebo no es una buena manera de curar, sugerir es una mala manera de transformar al otro. Igual que el placebo es objeto de burla como lo que permite a los charlatanes vivir, la sugestión es asociada a la mentira y a la violencia. Y sin embargo, la idea de una “influencia sin fundamento lógico” no es peyorativa más que en la medida en que creemos que la vida humana tiene por ideal seguir la lógica, que el hombre es un “animal lógico”. Que la sugestión no se pueda explicar por la lógica explica ciertamente que sea considerada con sospecha por todos los que quieren que el hombre pueda dar cuenta de cada una de sus acciones. ¿Pero de donde proviene la idea de que la lógica sea, en la experiencia humana, otra cosa que una norma que permite, en unas situaciones bien definidas, la discusión y la decisión? Comenzamos a comprender que el desarrollo del niño tiene por motor las relaciones afectivas que se establecen con aquellos que toman cuidado de él, que el sentido mismo que él tiene de su propia existencia personal tiene por condición compartir esta experiencia con los otros. Sabemos también que ninguna diferencia “lógica” define al buen maestro del maestro mediocre: el segundo aburre, da miedo, transmite unas reglas; el primero inspira el interés y la pasión por el saber. ¿No ha llegado el momento de que dejemos de criticar la sugestión para comprender que lo que llamamos sugestión designa de hecho, para lo mejor como evidentemente para lo peor, lo que concede a los humanos la posibilidad de pensar y de vivir juntos?

Cincuenta años después de Freud

A fin de hacer de los psicoanalistas los herederos de Copérnico, de conferirles en derecho el poder de juzgar, Freud había hecho del problema de la verdad, o más precisamente del rechazo de la verdad, la clave del inconsciente. Cincuenta años después de que Freud haya reconocido que el analista no tiene el poder de llevar al psiquismo humano a devenir el testimonio fiable de esta verdad, el desafío que se nos impone es el de renunciar a esta puesta en escena heroica sin por ello renunciar, sin devenir indiferentes a la cuestión de la verdad. El desafío es por tanto liberar a la cuestión de la verdad de la del poder.

¿A quién fueron inflingidas las heridas narcisistas simbolizadas por los nombres de Copérnico, Darwin y Freud? No tanto a la opinión común como a las pretensiones de la razón humana de poder juzgar el mundo. El cosmos geocéntrico era inteligible a priori, en términos de perfección circular. Las elipses de Kepler y después las fuerzas newtonianas han conferido a los matemáticos un nuevo rol: romper el círculo racional, imponer a la imaginación humana el escándalo de fuerzas actuando a distancia. Y es la noción misma de un derecho de la razón a someter el mundo a sus categorías lo que la evolución darwiniana ha cuestionado, al asociar la aparición del hombre a un hecho histórico que no respondía a ninguna necesidad secreta. La herida freudiana alcanza, ella también, a nuestras ambiciones de conocimiento, nos sitúa irreductiblemente en el seno de aquello que buscamos juzgar.

Esta herida nos sitúa en primer lugar y ante todo en la tradición occidental. La práctica de la hipnosis desciende en línea directa de las experiencias de posesión y de la práctica de los exorcistas. La sugestión se refería originalmente a las “sugestiones del demonio”. Hipnosis y sugestión reenvían por tanto a una amenaza, a una falta en el hombre que lo hace vulnerable a lo que puede destruir su identidad legítima. La tradición científica ha mantenido el sentido de este juicio, incluso si ella ha modificado los modos de justificación. La sugestión y la hipnosis designan siempre, para la razón occidental, su propia antítesis, la influencia sin fundamento lógico, la producción de una relación ilusoria con el mundo. Es inútil recordar que, en otras civilizaciones, no ocurre así. Los estados de trance, colectivo o individual, eran apertura y compartimiento, no ilusión.

La historia no vuelve atrás. Desde Puységur, a finales del siglo XVIII, hasta Milton Erickson, hoy en día, muchos pacientes han creído que, bajo hipnosis, el hombre tenía acceso a una verdad normalmente inaccesible, pero nosotros sabemos que no podemos seguir ese camino, reestablecer unos modos de pensamiento contra los cuales nuestra tradición se ha definido. No es invocando una razón o una verdad más altas sino reconociendo con perplejidad e interés que ignoramos, para retomar los términos de la Ética de Spinoza, de qué son capaces el cuerpo y el psiquismo humanos, es decir, asimismo también cuáles son sus poderes de ser afectados y de afectar, que seremos fieles a la herida freudiana.

La experiencia de la cura inventada por Freud estaba centrada en la exigencia de purificación, de lucha contra las resistencias que se oponen al acceso, a la toma de conciencia de la verdad. Cincuenta años después de Freud, debemos concebir la verdad de tal manera que la experiencia inventada por Freud no pueda ser dicha ni verdadera ni falsa, ni “la única auténticamente liberadora”, ni una vulgar producción de sugestión. Debemos concebirla en tanto que producción singular, en tanto que expresión de la manera en que los hombres pueden ser afectados por la cuestión de su verdad, como ellos pueden, en otras tradiciones o en otras condiciones, serlo por otras cuestiones, por otros imperativos, por otras pasiones. Debemos aceptar que la purificación, la cual es para los descendientes de Copérnico condición de la verdad, condición de un acceso unívoco a la realidad, es, en el dominio que nos impone la “tercera herida narcisista”, dominio en el que la relación no puede dejarse reducir a un objeto, producción de realidad.

La tradición racional que simbolizan las heridas narcisistas invocadas por Freud es una tradición de exigencia apasionada, lo cual traduce la pasión que dirige a Kepler, a Darwin, y a Freud mismo. Es una tradición de riesgo, de aprendizaje apasionado de las prácticas que nos permiten establecer una relación pertinente con la realidad. ¿Qué prácticas serán pertinentes para comprender una realidad que no podemos interrogar más que produciéndola, para comprender el conocimiento no en tanto que se enfrenta a la realidad, ya sea en el modo del juicio copernicano, o de la investigación darwiniana, sino en tanto que producción de realidad? Para esta cuestión, no puede existir una respuesta general que transforme en receta y en método lo que revela una transformación afectiva de la relación que entretenemos con nuestros saberes. Pero nosotros tenemos una convicción. Muchos pensadores han denunciado la asimetría de la aventura occidental, el contraste entre la inteligencia y la imaginación desarrollados por los hombres para comprender el mundo y la brutal necedad que preside sus relaciones. Es a esta asimetría a la que están confrontados, en el interior mismo de las instituciones en las se crean nuestros saberes, los herederos de la tercera herida narcisista cuando se les silencia bajo el pretexto de que no son “objetivos”. La tercera herida narcisista, simbolizada por los problemas de la hipnosis y de la sugestión, designa la cuestión de la manera en que los hombres viven juntos; ella impone a los investigadores la invención de nuevas maneras de trabajar juntos.


Referencias bibliográficas

[1] E. Kant, Critique de la raison pure, Paris, PUF, 1971, p. 17.

[2] T. Kuhn, The Structure of Scientific Revolutions, Chicago, The Chicago University Press, 1970.

[3] Este tema, sujeto del presente texto, es explorado de manera más completa en L. Chertok & I. Stengers, Le coeur et la raison. L’hypnose en question de Lavoisier à Lacan, Paris, Payot, 1989.

[4] Véase al respecto L. Chertok & R. De Saussure, Naissance du psychanalyste. De Mesmer à Freud, Paris, Payot, 1973.

[5] S. Freud, “Quelques considérations pour une étude comparative des paralysies motrices organiques et hystérique”, en Résultats, idées, problèmes, vol. I, Paris, PUF, 1984.

[6] Véase al respecto L. Chertok & R. De Saussure, op. cit.

[7] Véase al respecto L. Chertok & I. Stengers, op. cit. El principal texto de Freud sobre el tema es “Remémoration, répétition, perlaboration”, en La technique psychanalytique, Paris, PUF, 1953.

[8] J. Perrin, Les atomes, Paris, Librairie Félix Alcan, 1985.

[9] En Résultats, Idées, Problèmes, vol. II, Paris, PUF, 1985.

[10] F. Roustang, Psychoanalysis never lets go, Baltimore, The Johns Hopkins University Press, 1983, p. VIII (prefacio a la traducción americana de …Elle ne le lâche plus, Paris, Minuit, 1980).

[11] S. Ferenczi, “Principe de relaxation et néo-catharsis”, en Psychanalyse 4, Oeuvre completes tome IV : 1927-1933, Paris, Payot, 1982.

[12] Véase S. Ferenczi, Journal Clinique, Paris, Payot, 1985.

[13] Véase, para una exposición más completa, L. Chertok & I. Stengers, op. cit.

[14] S. Ferenczi, “Principes de relaxation et néo-catharsis”, op. cit.

[15] L. Kubie, “Hypnotism. A Focus for Psychophysiological and Psychoanalytical Investigations”, en Arch. Gen. Psychia., vol. 4, 1961, pp. 40-54.

[16] New York, International Universities Press, 1959.

[17] Véase al respecto, L. Chertok & I. Stengers, op. cit.

[18] S. Freud, “Psychologie des foules et analyse du moi”, en Essais de Psychanalyse, (nueva edición), Paris, Petite Bibliothèque Payot, 1981, p. 150.

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Termodinámica, complejidad y auto-organización

Hace dos días nos juntamos en Santiago de Compostela los dos creadores de este blog y comentábamos que uno de los rasgos más interesantes de los estudios sobre la complejidad consiste en que para explicar los sistemas no es necesario apelar a un centro directivo organizador sino que los comportamientos colectivos surgen y se auto-organizan espontáneamente, ya sean comportamientos en los que intervienen trillones de moléculas, millones de células o cientos de miles de hormigas o seres humanos. Y he pensado que, estando este blog fuertemente influido por las nociones de complejidad y emergencia, no hemos ofrecido una panorámica de su nacimiento a partir de los problemas planteados por la termodinámica clásica. Así que voy a intentarlo. Antes de nada, me gustaría aclarar que la elección del término “complejidad” para denominar este paradigma que nos interesa no es fruto de una perversa elección conceptual con el fin de aparentar dificultad y profundidad (el despreciable “encanto de la complejidad” con el que juegan a menudo los filósofos, tal como me señaló acertadamente una compañera), sino a que simplemente los estudios sobre la complejidad son estudios de cosas reales o simulaciones de ellas, y las cosas reales suelen ser cosas complejas, incluso en el caso de que estén formadas a partir de reglas sencillas. Con Mandelbrot, debemos decir que las montañas no presentan la simplicidad de un cono y las nubes la simplicidad de una esfera. Creer que la realidad es simple es siempre fruto de una abstracción, y lo interesante de estos estudios es que se acercan a la realidad con el valiente intento de dar cuenta de su complejidad.
La termodinámica clásica estuvo dominada por dos ideales íntimamente conectados -de hecho, son el mismo- que dejaban fuera el comportamiento que se aprecia en los fenómenos reales: el equilibrio y la reversibilidad. Los estados de equilibrio son estados en los que las magnitudes macroscópicas que le interesan a la termodinámica (temperatura, presión, volumen, entropía…) no varían. Cuando se produce una reacción química y ésta agota todos sus potenciales, el sistema en el que se produjo dicha reacción se encuentra en un estado de equilibrio. Por su parte, los procesos reversibles son procesos en los que todos los puntos del espacio de fases del proceso son estados de equilibrio. Puesto que esto último no es posible, ya que toda transformación termodinámica implica un estado fuera del equilibrio, la reversibilidad es entendida como un proceso en el que las variaciones se producen en cantidades infinitamente pequeñas (infinitesimales) por lo que cada punto del espacio de fases se puede considerar como un estado de cuasi-equilibrio. La reversibilidad no nombra la posibilidad de volver a las condiciones iniciales, sino una sucesión de estados de equilibrio. La irreversibilidad, por tanto, no es la imposibilidad de volver a las condiciones iniciales, sino que nombra un proceso en el que se produce una brusca variación de las magnitudes que mencionábamos. Este ideal de los procesos reversibles como sucesiones de estados de cuasi-equilibrio es una útil abstracción que ha tenido unas consecuencias enormes -la optimización de los motores y con ello la potenciación de toda la Revolución Industrial, sin ir más lejos-, pero es inútil si lo que queremos es dar cuenta de los procesos reales. Y reales aquí quiere decir: tal como ocurren espontáneamente en la naturaleza.
Una de las cosas interesantes planteadas por la termodinámica clásica es que la entropía de un sistema aislado (esto es, que no intercambia materia ni energía con el exterior) o bien crece o permanece constante, pero nunca puede decrecer. Es decir, se observa una tendencia espontánea en la naturaleza al crecimiento de la entropía y, entendiendo la entropía como desorden, se observa una tendencia inexorable del orden al desorden. El estado de máxima entropía es un estado de equilibrio en el que todos los potenciales se han agotado. El equilibrio es la muerte, es el máximo desorden. La noción de sistema aislado es otra abstracción que no existe en la naturaleza, pero sí que podemos considerar al universo en su conjunto como un sistema aislado. Y por tanto podemos suponer que el universo se dirige irremediablemente hacia lo que se denominó la “muerte térmica” en la que todos los potenciales que originan las transformaciones se hallarían -¿se hallarán?- agotados.
La termodinámica clásica no nos traía buenas noticias precisamente. La única posibilidad que nos ofrecía para la comprensión de los fenómenos naturales era la idea de un progresivo cambio desde el orden –mínima entropía- hasta el desorden -máxima entropía-. Pero la cuestión es que la termodinámica clásica había dejado nada más y nada menos que toda la realidad sin explicar debido a que estaba centrada en los estados de equilibrio. Los sistemas que nos encontramos en el mundo real no son sistemas aislados cuyos procesos de transformación son sucesivos estados de cuasi-equilibrio -aunque la pericia humana ha logrado producir artefactos muy cercanos a ello- sino que son o bien sistemas abiertos (intercambian materia y energía con el entorno) o bien sistemas cerrados (sólo intercambian energía) sometidos a procesos irreversibles en los que los estados fuera del equilibrio juegan un papel fundamental. Hasta las latas de sardinas, aparentemente muertas y tranquilas, dialogan con su entorno en un lenguaje energético cuyos compromisos son ineludibles. Por ello, hemos de acudir a una termodinámica del no-equilibrio si queremos comprender lo que ocurre en la naturaleza.
Y el siglo XX ha visto nacer a esta termodinámica. Desde las células de Bénard hasta las estructuras disipativas de Ilya Prigogine, pasando por la reacción de Belousov-Zhabotinsky y los desarrollos de Alfred Lotka y Lars Onsager, el inicio de los estudios de estados fuera del equilibrio nos muestra que la tendencia del orden al desorden -la segunda ley- anunciada como innegable por la termodinámica clásica no es más que una parte de la verdad. Ciertamente innegable, pero insuficiente. Lo que nos muestra esta nueva termodinámica -y estas noticias suenan mejor- es que en la inexorable tendencia al caos, al desorden, surgen de manera espontánea estructuras ordenadas de complejidad creciente. La tendencia al caos, paradójicamente, es el origen de la aparición incesante de estructuras organizadas. Podemos preguntarnos, entonces, si la naturaleza está divida entre una tendencia al desorden y una creación de orden. Y la respuesta es que no. La aparición de estructuras organizadas es, en realidad, una manera más eficaz de realizar esa tendencia al desorden, pues la acelera. Otra nueva paradoja que, bien mirada, no es paradójica: el desorden crea orden y el orden acelera el desorden. Si bien la aparición de orden no contradice la segunda ley, ésta no es suficiente para explicar dicha aparición. Y eso es lo que nos interesa: explicar el surgimiento de estructuras organizadas complejas en estados fuera del equilibrio.
Para explicar esto resulta útil acudir a algún ejemplo. Pensemos en un fluido -aceite en una sartén- sometido a un gradiente de temperatura, es decir, la calentamos por debajo por lo que el aceite estará caliente en la parte de abajo y  frío en la parte de arriba. Esto implica un cierto orden -aceite caliente a un lado, frío en el otro- y, como decíamos, la naturaleza aborrece el orden, aborrece los gradientes, y tiende siempre al desorden. Esto es impepinable. Así que la naturaleza tiende a uniformizar la temperatura de todo el aceite transmitiendo el calor por conducción -es decir, por contacto: las moléculas calientes transmiten movimiento a las moléculas frías-. Hasta aquí se cumple la premisa de la termodinámica clásica, el orden tiende al desorden. Lo interesante es que cuando llegamos a un cierto coeficiente del gradiente en el que tenemos una gran diferencia de temperatura entre la parte de abajo y la de arriba, la transmisión de calor ya no se realiza por conducción, sino por convección. ¿Y qué es la convección? Es la aparición espontánea de una estructura que organiza una enorme colectividad -billones, trillones de moléculas- sin que nadie dirija el cotarro, sin centro organizador, y esa estructura organizada no niega la tendencia al desorden, sino que, al contrario, es la manera más rápida de deshacer el orden que supone el gradiente de temperatura: aparecen círculos convectivos en los que las moléculas calientes corren hacia la superficie y las moléculas frías se hunden hacia la fuente de calor. El aceite se auto-organiza espontánea y colectivamente para eliminar aquello que detesta la naturaleza: el orden. La inmensa creatividad de la naturaleza consiste en la producción de orden -en este caso, los círculos convectivos- con el fin de eliminar de manera más eficaz el orden -el gradiente de temperatura-. Y las estructuras creadas tienen su origen en la necesidad de eliminar ese orden inicial: si dejamos de calentar la sartén, la convección ya no es necesaria.
Esa inmensidad de la que hablamos al referirnos a la creatividad de la naturaleza no es un adjetivo arbitrario. Aquí hemos elegido un ejemplo del mundo físico, pero la aparición de organizaciones complejas que surgen y se auto-sostienen en el tiempo es algo que nos permite comprender todas las dimensiones de la realidad: física, físico-química, biológica, psíquica, social. Los cristales, las reacciones químicas, lo seres vivos, las sociedades, las parejas, las empresas, cualquier estructura organizada que surge en el curso del devenir es un intento de lucha contra el inexorable aumento del desorden, de la entropía. Lucha de antemano perdida, pero que en el camino da lugar a la aparición de innumerables estructuras con infinitas e impredecibles formas. El estudio de la complejidad es un interminable poema fruto de la admiración a la creatividad y a la belleza de la naturaleza. Y es interminable porque la naturaleza sigue creando. En palabras de Prigogine, “God is no more an archivist unfolding an infinite sequence he had designed once and forever. He continues the labour of creation throughout time”.

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Probabilidad e indeterminación ontológica

Muchos han vislumbrado en la indeterminación cuántica la posibilidad de una reconciliación entre la naturaleza y la libertad humana, aparentemente incompatibles en la concepción determinista de la naturaleza propia de la física clásica. Las leyes de la mecánica cuántica no determinan exactamente el curso de los acontecimientos. En unas condiciones determinadas, el estado resultante de un sistema cuántico no está completamente determinado por las leyes, que dejan un margen más o menos estrecho de indeterminación a los eventos particulares. Lo que las leyes predicen es la probabilidad de que el sistema adopte uno u otro estado entre un conjunto de estados posibles. Ése sería el espacio en que se ejercería el libre albedrío, como determinación de lo que las leyes (la Naturaleza) dejan sin determinar.

En una de sus conferencias pronunciadas en Dublín en 1950 dentro del ciclo “La Ciencia como Elemento del Humanismo”, Erwin Schrödinger criticó duramente esta sugerencia mediante dos argumentos. El primero se apoya en su concepción de la conducta humana. Su tesis es que la voluntad se halla profundamente determinada, no física (desde fuera) sino moralmente (desde dentro), y que por tanto no tiene sentido invocar la aleatoriedad como correlato físico de la conducta ética. El segundo, que es el que aquí nos interesa, se apoya en una contradicción de la libertad con las leyes de la física:

 

“[L]as leyes cuánticas, aunque dejan indeterminado el hecho aislado, predicen una estadística bastante definida de hechos cuando la misma situación se reproduce una y otra vez. Si un agente cualquiera interfiere estas estadísticas, está violando las leyes de la mecánica cuántica de un modo tan cuestionable como si interfiriera -en la física precuántica- una ley mecánica estrictamente causal.” (Schrödinger 1985, p. 74-75)

 

Esta apreciación es interesante porque en lugar de hacer hincapié en lo que separa la física cuántica de la física clásica, como es habitual, señala lo que las une. No contamos con una ley estrictamente causal sino una ley estadística, pero se trata de una estadística rígida y bien definida, que nos permite predecir con enorme exactitud la distribución total los resultados experimentales si su número es suficientemente elevado. La regularidad natural se ha relajado, pero ni mucho menos ha desaparecido. Más bien se ha modificado su articulación: hemos pasado del modelo determinista “una causa-un efecto” al probabilista “una causa-varios efectos posibles” o “una causa-un efecto promedio”. ¿Qué hay aquí de de espontáneo, de libre, de creativo?

Shimon Malin, en su artículo “Whitehead’s Philosophy and the Collapse of Quantum States” (Eastman and Keeton (2003), p. 74-83), ha respondido a la objeción de Schrödinger. Malin se opone a Schrödinger porque piensa que no hay contradicción entre la intencionalidad de los agentes y la predictibilidad probabilística del resultado de sus actividades en unas condiciones dadas si se considera un número lo suficientemente elevado de acciones. Es decir, que una distribución estadística ocupe el lugar de una estricta determinación causal no significa necesariamente que los resultados de cada situación particular sólo puedan explicarse como resultado aleatorio sobre un espacio de posibilidades. Es un hecho, recuerda Malin para ilustrar su punto, a pesar de que los conductores conducen con la intención de evitar accidentes, el negocio de las aseguradoras depende de la corrección de sus predicciones de las estadísticas de accidentes.

La fuerza de la objeción de Schrödinger, no obstante, persiste. Si a fin de cuentas la distribución resultante está totalmente definida, habrá que concluir que la intencionalidad tiene a su vez un carácter legal con un margen de aleatoriedad. Simplemente habría que introducir la intencionalidad como un factor más a tener en cuenta para elaborar los cálculos (que, por cierto, en el caso de los procesos descritos por la física cuántica sería redundante). Si dejamos de dar por supuesto que la intencionalidad, signifique este término lo que signifique, hace al ser humano libre y creativo, el hecho de que su comportamiento sea estadísticamente predecible parece poner en duda su libre albedrío, extendiendo la negativa de Schrödinger al mundo humano más que contradecirla.

Esta polémica desplaza la cuestión. La probabilidad expresa una regularidad flexible en lo particular y rígida en lo general, pero no sabemos en qué consiste y por qué se la puede describir a través del cálculo estadístico. Vamos ahora a tratar de ahondar un poco en ello. Schrödinger concedía en el pasaje citado que la teoría cuántica deja el evento singular indeterminado. Ahora bien, si no es a eventos pariculares, ¿a qué se aplican las leyes físicas? En su manual de introducción a la teoría del campo cuántico, Bielokúrov y Shirkov explican con una gran llaneza y simplicidad el significado de la probabilidad en la investigación física, en relación a la descripción de una propiedad cuántica muy importante, el “tiempo de vida medio” (τ), apuntando una respuesta:

 

“Como cualquier proceso cuántico, la desintegración de partículas tiene un carácter probabilístico (…) Por supuesto que, como cualquier magnitud de carácter probabilístico, τ no determina las propiedades de una partícula dada de la clase en cuestión, sino que es el valor medio de cierta magnitud tomada un gran conjunto de partículas.” (Bielokurov y Shirkov 1997, p. 13)

 

Según estos autores, el tratamiento probabilista implica la abstracción de las propiedades de las partículas en concreto, de su “particularidad”, y busca la regularidad del conjunto en base a los valores medios, que sí se hallan bien determinados (dentro de los márgenes de fluctuación bien definidos por la desviación típica). Nótese que no se trata de la eliminación de detalles irrelevantes para la descripción y explicación de las diferencias entre entidades o acontecimientos de una misma clase entre sí (como podrían ser, por poner un ejemplo, el color, olor o gusto de diferentes cuerpos para el cálculo de su peso en la Tierra, lo único que hay que tener en cuenta en este caso es la masa, que se puede calcular, por ejemplo, a partir de los tiempos de caída desde una altura conocida y su proporción con los tiempos de un objeto de masa patrón). Ni tampoco se trata de irregularidades achacables a deficiencias accidentales en el proceso de medida. Las partículas de una misma clase difieren en el valor de las magnitudes esenciales para la determinación de su comportamiento y propiedades en una situación dada que es repetible en condiciones de control experimental.

Pero, como recordaba Schrödinger, se hacen regulares si contamos con un número amplio de repeticiones, ya que en su descripción estadística su valor promedio sí es estable y determinado. Podemos añadir que es eso lo que posibilita su tratamiento científico. Sólo hay ciencia de lo regular, pues un comportamiento caótico es impredecible. La indeterminación es algo muy distinto a un caos total o a una heterogeneidad de individualidades inconmensurables, pues las diferencias pueden ser definidas en relación al comportamiento regular de la masa, fijado con precisión en una distribución de probabilidad.

Pero, ¿respecto a qué están indeterminados los comportamientos individuales? De acuerdo con la descripción que hemos dado, las entidades naturales, en este caso las partículas y campos cuánticos, no son otra cosa que la regularidad propia de un conjunto de acontecimientos individuales y heterogéneos, establecida en términos probabilísticos. El conocimiento que tenemos de las partículas y los campos se adquiere mediante el estudio de un gran número de partículas y campos en situaciones experimentales diferentes. No podemos predecir el comportamiento, por ejemplo, de un electrón en una situación dada, pero sí el promedio de un número suficientemente elevado de electrones.

Esto no ocurría en la mecánica clásica. Puedo tomar una piedra, pesarla en una báscula, lanzarla, etc., conocer esta piedra en concreto e investigar los factores relevantes para la reacción de la báscula o las características de sus desplazamientos al lanzarla (su masa, la configuración de la báscula, las fuerzas que se le aplican). Si puedo constatar experimentalmente que otros graves (otras piedras u objetos sólidos pesados) producen reacciones de báscula diferentes a la piedra pero que son proporcionales a las diferencias en las características relevantes de ésta, de acuerdo a alguna relación matemática más o menos complicada, puedo concluir razonablemente que esta piedra contiene un conocimiento general acerca de los demás graves que se despliega a través de las relaciones matemáticas adecuadas. Aquí, el comportamiento de la piedra está determinado respecto a sus relaciones matemáticas.

Sin embargo, las relaciones matemáticas expresadas en las leyes de la física cuántica no permiten este despliegue, porque no se puede pasar sin más del caso particular al general. Los casos concretos están indeterminados y sólo mediante la consideración de un número lo bastante elevado se alcanza la determinación. Ahora bien, el comportamiento concreto sólo es indeterminado en la medida en que no es exactamente idéntico o proporcional a otros. La indeterminación lo es del resultado de los casos entre sí. El desarrollo determinado de un caso particular no permite determinar el de los demás. Si lanzamos un dado y sale un seis, esto no quiere decir que vaya a salir siempre seis, pero si lanzamos una piedra a la que se aplican unas fuerzas determinadas, su trayectoria y velocidades sí van a ser siempre las mismas.

Si esto es así, ¿por qué la distribución para un número elevado sí es determinada? Como decía Schrödinger, debido al azar. En unas condiciones dadas es posible que el sistema cuántico adopte uno entre un conjunto de estados, a cada uno de los cuales corresponde un conjunto de posibilidades. Cuanto mayor sea el número de posibilidades que corresponden a ese estado, mayor es la probabilidad de que lo adopte. Sólo si la adopción del estado en cada caso concreto es aleatoria, es decir, si no se da ninguna ‘preferencia’ por uno que por otro, la distribución es determinada para un número lo bastante amplio de casos. Lo que conecta la indeterminación del caso concreto y la determinación de la distribución general es la aleatoriedad. Se podría decir, aunque parezca paradójico, que la aleatoriedad es la base de la regularidad de los acontecimientos probabilísticos.

Lo común a las entidades cuánticas es que su comportamiento es igualmente aleatorio. La indeterminación desde el punto de vista de la ley probabilística es la aleatoriedad entre un conjunto de resultados posibles en una situación dada.

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Mecanismos y Organismos

¿Qué es lo que nos gusta del pensamiento del siglo XX?, ¿ante qué problemas ha logrado ofrecer una respuesta interesante? Dos grandes logros se pueden resumir así: la sustitución del concepto de potencia por una suerte de concepto de ser-poder, y la ampliación del concepto de mecanismo mediante el concepto de organismo. El giro de pensamiento que nutre ambos es el mismo. Este giro no es una superación, no es un dejar-atrás. Estamos cansados del ansia de superación de la filosofía, estamos cansados de las fantasías sobre el fin de la filosofía y la superación de la metafísica: esto es lo que no nos gusta de la filosofía del siglo XX, su carácter de niño inmaduro que necesita negar a sus padres para afirmarse como hijo. Por las noches, nosotros no tenemos pesadillas con la metafísica como Heidegger, el metafísico con problemas de auto-conocimiento. La metafísica es aquello a lo que nos gusta dedicarnos. La tarea de la filosofía no es dar pasos hacia delante que dejen atrás el camino andado, no queremos dejar atrás a Aristóteles ni a Spinoza. Inútil vanidad la del que lo intente. Nuestra tarea, como dice Deleuze, es sólo una: crear conceptos. Descubrir nuevos problemas, y ofrecer nuevas soluciones a viejos problemas, esa es nuestra tarea. Navegar el caos subidos en nuestras lanchas-conceptos.

Siguiendo una exposición escolar del pensamiento de Aristóteles, resulta bastante fácil señalar sus debilidades a la luz del pensamiento actual. En esta exposición escolar, se habla de dos modalidades del ser: ser en potencia y ser en acto. La semilla es en potencia el árbol que más tarde será en acto. Así caracterizada, la potencia consiste en un no-ser-todavía. No es una capacidad actual de transformación, no es una fuerza. El giro de pensamiento al que aludíamos radica en una afirmación de la actualidad de la potencia por la cual se rechaza la dicotomía entre acto y potencia. El poder no es algo diferenciado del ser, de ahí que debamos hablar de un ser-poder. Nuestro ser consiste en un efectivo poder-afectar y poder-ser-afectado. Ésa es nuestra actualidad. Pero aquí se ha infiltrado una novedad. Ya no es posible hablar de una potencia del individuo. El individuo por sí solo no puede nada. Su poder es una propiedad de un sistema en el que el individuo es un componente. Para que haya poder, capacidad de transformación, el sistema ha de contener una diversidad, una disparidad, una diferencia. El ser-poder nombra la diversidad de un sistema, origen de su capacidad de transformación. Así visto, el ser no es sólo individuo. El individuo posee un «complemento de ser» en virtud del cual puede transformarse, devenir. Si el ser fuera sólo individuo, éste siempre sería sí mismo, unidad e identidad repetida hasta el fin de los días. Idea acorde con la concepción cíclica del tiempo y el creacionismo. Ésa no es la realidad, a menos que afirmemos la presencia en el individuo de una misteriosa fuente de novedad (la potencia) que se irá manifestando a lo largo del tiempo La realidad es una multitud de sistemas heterogéneos a diversas escalas que no cesan de transformarse.

La planta es un individuo, ciertamente. Pero su potencia no reside en su ser-individuo-planta. Su potencia reside en su imbricación en un sistema que no sólo contiene a la planta, sino también su relación, dentro del sistema, con otros elementos heterogéneos como la radicación solar y las sales minerales, relación que ha originado a la planta y que continúa presente en ella (por seguir con el ejemplo ya expuesto). Cambiando de ejemplo, si extraemos un feto del vientre de su madre, no será más que ese feto, y su actividad se reducirá a pudrirse. La capacidad de ser-bebé es una propiedad del sistema feto-cuerpo de su madre-entorno de la madre, y no del feto por sí mismo. De ahí que, por mucho que le pese a Ana Botella y compañía, no existan los fetos-que-son-bebés-sin-estar-en-barrigas-de-madres.

Para complicar las cosas, y para mostrar que una crítica a -y no digamos una superación de- Aristóteles no es un asunto trivial, leamos una cita en la que Zubiri expone de manera genial los entresijos del pensamiento aristotélico (Zubiri 2006, Estructura dinámica de la realidad, Madrid, Alianza, pp. 46-47):

«Aristóteles emplea dos fórmulas para decirnos qué es el movimiento y el devenir: la una es un poco simple, pero afecta mucho a su pensamiento: y es decir que es energeia atelos, que el movimiento es un acto imperfecto. Donde imperfecto no quiere decir que tenga defectos, sino que es imperfecto, a-teles, que no ha llegado a su término, que no ha llegado todavía a ser lo que en español decimos una cosa «acabada». Perfecta, en el sentido de terminada. El movimiento es un acto inacabado. Ahora le importa sobremanera a Aristóteles decir en qué está el carácter positivo de este acto inacabado, y en qué consiste su inacabamiento en tanto que tal. Y Aristóteles nos lo dice en una fórmula, de la cual se han reído muchos a lo largo de toda la historia de la Filosofía y que, sin embargo, es muy simple, y además es la única definición del movimiento que se ha dado con rigor en toda la historia de la Filosofía, y eso hay que decirlo. El movimiento es una potencia no pura, sino cuando está actuando como tal potencia, sin haber terminado de producir todo su efecto. Entonces es cuando la sustancia es móvil (…) Dicho en castellano: el movimiento no consiste ni en poder ni en ser, sino en estar pudiendo.»

«En castellano». En ese idioma Zubiri pone en boca de Aristóteles la mejor definición de ser-poder que podríamos encontrar: estar-pudiendo. Pero el concepto de energeia atelos tampoco tiene desperdicio, y en él la dicotomía potencia-acto salta por los aires. Pues Aristoteles nombra, por un lado, la potencia con la palabra dynamis, y, por otro, acto es nombrado con dos nombres diferentes: energeia (estar-en-trabajo) y entelecheia («mantenerse continuamente en la completud de ser lo que se es y esforzarse por llegar a ser lo que es», véase: Aristóteles 2005, Física, UNAM, Introducción, pp. LXI-LXIII). Energeia atelos es un acto-energeia que no es acto-telos, es un acto pudiendo algo, un acto inacabado. Y nosotros queremos decir: ser es poder-ser, ser es estar pudiendo algo.

Nos trasladamos ahora a la física moderna. La noción de energía potencial es definida como la capacidad de trabajo que posee un sistema. Nombra, por tanto, su capacidad de transformación. Su nombre hace saltar, de una manera más palpable y más radical que en energia atelos, la dicotomía potencia-acto, pues en un mismo término se utiliza la palabra para acto (energeia) caracterizándola como potencial (dynamis). La energía potencial no es lo que el sistema todavía no es, sino la capacidad actual que posee el sistema para transformarse.

La energía potencial es además genuinamente atelos, pues establece un límite a la transformación pero no determina las formas entre las que se transita (la energía potencial de un barril de crudo, de una tonelada de plancton, de un agricultor…). La orientación de las transformaciones no depende del sistema que posee la energía, sino también de su entorno y sus interrelaciones. Tal como señalaba L. de Broglie (véase Continu et discontinu en physique moderne, Paris, Albin Michel, 1941), la noción de energía potencial impide hablar en términos de individualidad de los componentes de un sistema, pues es el resultado de la comunicación entre ellos. Ella nombra siempre una disparidad: así, dados dos gases a diferente temperatura, la puesta en comunicación entre ellos presenta un potencial térmico. El sistema conformado por los dos gases se transformará hasta que el equilibrio térmico se alcance. Una vez que la disparidad de temperaturas desaparece, ya no tenemos energía en forma potencial.

Less is more? More is different

Buscamos ahora captar la novedad que introduce el concepto de organismo respecto al concepto de mecanismo. Una buena manera de exponer las amplias e importantes consecuencias que ha tenido el concepto de mecanismo para el pensamiento occidental moderno consiste en partir de las bases de la física newtoniana. A la base de esta física está la noción de punto material. Todo sistema es reducido a un mecanismo físico compuesto por puntos materiales. Cada punto material posee una posición (coordenada) y un momento (cantidad de movimiento: producto de la masa y la velocidad). El conocimiento del sistema será completo si conocemos la posición y el momento de todos los puntos materiales que lo componen. Nos interesan aquí dos graves consecuencias:

1) Reduccionismo (fisicalista). Toda realidad es explicable en última instancia en términos de un sistema físico compuesto por puntos materiales con una masa, una posición y un momento determinados. Una piedra, una planta, un cerebro, whatever, debe poder ser reducido a y explicado por la interacción entre componentes materiales. Lo real es la materia, nos dicen, reduciendo el significado del término materia al que le hayan de proporcionar las teorías físicas «fundamentales».La incapacidad de esta doctrina para dar cuenta del pensamiento y la vida en términos materiales (incapacidad presente hasta nuestros días) la obliga a completarse con un dualismo psico-físico de origen cartesiano: hay dos sustancias en el mundo, una sustancia material definida por la extensión y una sustancia pensante definida, debemos suponer, por la inextensión (dicho en términos populares: el saber no ocupa lugar).

Ahora bien, no hay que confundir reduccionismo con reducción. La reducción es un método de investigación muy exitoso cuyo valor está fuera de toda duda. El investigador se enfrenta a un todo complejo formado por una multitud de objetos y modos de comportamiento dispares: los astros divinos en le mundo supralunar y los seres corruptibles en el mundo sublunar. El mundo es un caprichoso juego de fuerzas heterogéneas, un caos de encuentros entre entidades dispares. Da con la manera de homogeneizarlos: todos se mueven o reposan, y tanto el movimiento como el reposo pueden ser representados en una estructura geométrica. Lo único que hace falta es describir los movimientos reales de acuerdo con los factores que son geométricamente significativos: las diferencias espaciales y temporales, esto es, tomar medidas cuantitativas. Se indaga en los entresijos de las razones entre las diferencias, que sólo muestran sus regularidades en complejas combinaciones y se descubre que los movimientos no son producto de fuerzas heterogéneas y caprichosas sino que obedecen al mismo tipo de fuerzas. Una monumental abstracción se ha operado con éxito.

Es cierto que su poder explicativo se limita a los movimientos mecánicos, pero al menos en ese terreno la reducción ha tenido éxito. Quedan infinidad de movimientos por explicar que no se ajustan a las mismas razones, pero el concepto de fuerza se generaliza en el de energía y la zona de la naturaleza reducida con éxito se amplía sin descanso. El materialismo, que varía de significado según el lugar, la época y el círculo social o intelectual, doctrina atea y herética por excelencia, tiene razones que esgrimir, y ya no digamos el reduccionismo dentro de las ciencias naturales.

No se trata de dar una lección de historia; el punto es que no se puede proponer una ontología general, y menos aún una metafísica, que obvie la reducción. El resultado sería una perspectiva no sólo parcial, lo cual dada nuestra finitud es inevitable, sino también unilateral. Los conceptos propuestos deben abarcar tanto las reducciones como las emergencias, los elementos y mecanismos como los organismos. Siendo siempre posible que los sistemas reducibles sean casos límite de organismo.

Asimismo, no se debe confundir la utilización del mecanismo como modelo con el mecanicismo, pues no se puede negar la indudable potencia de dicho modelo. Las piezas, los engranajes, las articulaciones milimétricas de tiempos, ritmos, espacios, esfuerzos etc., juegan un papel esencial e innegable en la naturaleza que no puede ser sustituido. La capacidad de ver y oír, aunque sea una emergencia, depende del mecanismo del ojo y el oído, y su finísimo ajuste a algunas regularidades de la naturaleza. El concepto de ser-poder debe abarcar el ser-entidad y el concepto de organismo el de mecanismo. De otro modo no estaremos construyendo una metafísica, sino una ontología regional

2) Simetría temporal y determinismo: si conocemos con certeza la posición y el momento de todos los puntos materiales de un sistema físico, conoceremos automáticamente todo su pasado y todo su futuro. Lo que se defiende aquí es que el presente determina de manera absoluta lo que ocurrirá en el futuro (y, de la misma manera, el presente ha sido determinado por un presente anterior, es decir, por el pasado) y, además, no se aprecia ninguna distinción entre presente, pasado y futuro, pues el tiempo no introduce ninguna novedad. Para ser precisos, la única diferencia consiste en que ocurren antes o después en una línea determinada desde el origen. Sólo se pueden diferenciar por su posición en la línea, pues no hay ninguna cualidad que los diferencie. Se afirma por tanto una simetría temporal en la cual causa y efecto son equivalentes. Como decía Einstein, fiel creyente en el determinismo, el tiempo es una ilusión. Vivimos en un universo ya decidido en el que nada nuevo puede ocurrir. La única razón por la cual no podemos predecir el futuro se debe a nuestra ignorancia. El asunto del devenir ya ha sido cerrado en el origen de los tiempos por esos negociantes llamados puntos materiales. A nosotros, ignorantes humanos, se nos escapan algunos puntos del acuerdo. Pero todo se andará. Llegados a este punto lo difícil es explicar la ignorancia, pues actuamos en base a un conocimiento deficiente de la causa y la ley causal. Y lo más paradójico es que a mayor ignorancia, menor libertad, pues el que actúa engañado no actúa libremente.

¿Y qué podemos oponer a esta máquina infernal, fría y desencantada? El mecanicismo determinista, ideal que se ha hecho dominante en la ciencia desde finales del siglo XVIII, se ha topado, ya desde el siglo XIX, con el descubrimiento de nuevas realidades (evolución, indeterminismo cuántico, irreversibilidad termodinámica…) y nuevas doctrinas (Bergson, Whitehead…) que muestran o defienden el carácter creativo del devenir. Estos descubrimientos nos muestran que la ciencia no está cerca, como se creía, de consumar un ideal de conocimiento definitivo; muy al contrario, la ciencia no ha hecho más que comenzar su camino, tal como nos dicen Ilya Prigogine e Isabelle Stengers. Un largo, interesantísimo e inacabable camino, podemos decir.

En el centro de estas nuevas concepciones se halla la revalorización del concepto de organismo, el cual permite dar cuenta de los diferentes niveles de la realidad (físico, biológico, psíquico, social, técnico) y de sus interacciones de una manera radicalmente diferente al ordenado edificio que nos ofrece el mecanicismo. Un organismo es un lugar (que puede ser físico o no) en el que diversos elementos están relacionados y organizados: un átomo, una piedra, una planta, una ciudad, una sociedad. Victor Lowe expresa así la concepción whitehediana de organismo: «Por «organismo», Whitehead se refiere en general a un proceso temporalmente limitado que organiza una variedad de elementos dados en un nuevo hecho». Para ejemplificar qué es lo que nos ofrece el concepto de organismo, partiremos de un problema, la explicación de los seres vivos a partir de la materia, por medio del cual trataremos de mostrar el contraste con una explicación mecanicista.

Desde una perspectiva mecanicista, la vida sólo puede ser explicada apelando a unos componentes físico-químicos que la constituyen y éstos, a su vez, a la interacción entre elementos físicos. El camino ideal que sigue el reduccionismo fisicalista para explicar la vida es, por tanto, el siguiente: ser vivo-células-macromoléculas orgánicas-átomos-partículas subatómicas. El problema de la hipótesis reduccionista, como nos dice con ironía Philip Anderson, reside en que no nos proporciona junto a ella una hipótesis construccionista que nos permita reconstruir el universo a partir de los componentes (a él le hemos robado el título de su famoso artículo: P. W. Anderson, «More is different», Science, vol. 177, nº 4047, 1972, pp. 393-396; se puede leer el artículo aquí). ¿Y cuál es el problema? ¿Acaso el universo no está compuesto de átomos? Pues el problema es el siguiente: ¿es posible explicar las propiedades de lo vivo a partir de las propiedades de las macromoléculas orgánicas, y éstas a su vez a partir de las propiedades de los átomos, y estos a su vez a partir de las propiedades de las partículas subatómicas?

Lo que caracteriza a una concepción orgánica se puede resumir en un no a esta última pregunta. Las relaciones entre componentes generan sistemas -organizaciones, organismos- que presentan propiedades nuevas respecto a las propiedades de sus componentes. Aparecen así diversos niveles de organicidad en lo real que no pueden ser explicados de una manera integral apelando a sus componentes, los cuales pertenecen a otro nivel. «Salado» es una propiedad del cloruro sódico que no poseen ni el cloro ni el sodio; «vida» es una propiedad de, al menos, una célula que no poseen ni las proteínas ni los aminoácidos; «ciudad» es el nombre para un organismo cuyas propiedades no están presentes en los coches, las calles o los seres humanos; «universo», en fin, no es «un conjunto de átomos»: mejor dicho, sí lo es, pero además es mucho más que eso. More is different.

Trazando un paralelismo con lo que dijimos del mecanicismo, podemos extraer dos graves consecuencias de las concepciones orgánicas:

1) Frente al reduccionismo, emergencia. El devenir de lo real, la interacción entre los elementos de lo real, provoca la aparición de nuevos organismos cuyas propiedades no se reducen a la suma de las propiedades de sus componentes. Estas propiedades no reductibles a las propiedades de sus componentes son denominadas propiedades emergentes. El devenir de la materia desembocó en algún momento en la aparición de materia viva, la cual sigue siendo materia, y a la vez aporta algo nuevo respecto a ella; el devenir de la materia viva ha generado un festival de multiplicidades vivas, de peces, riñones, hígados, plumas, dinosaurios y culebras; el devenir de la materia viva animal humana ha dado nacimiento a ciudades, ropas, músicas, lenguas, arados y redes sociales. La emergencia sigue el camino del devenir, y trata de dar cuenta de las novedades que van surgiendo en él; el reduccionismo trata de descomponer los resultados del devenir en elementos a partir de los cuales el devenir ha generado esos resultados: es siempre una lucha contra el devenir, una alergia a sus inevitables novedades. Si los resultados no aportaran nada nuevo respecto a sus componentes, el reduccionismo podría tener un final feliz.

2) Frente al determinismo, creatividad. El concepto de devenir creativo es una respuesta a la tesis de que el tiempo no produce nada nuevo, es decir, a la idea de que conocer el estado actual de un sistema nos permite conocer automáticamente todo su pasado y futuro. No abordaremos aquí, aunque consideramos que es de un máximo interés, la cuestión epistemológica acerca de en qué puede consistir tal conocimiento y si es posible alcanzarlo de una manera completa; lo que tratamos de abordar con el concepto de creatividad es la cuestión ontológica acerca de la relación entre el futuro, el presente y el pasado. Esta cuestión ha de poder ser abordada al margen de la disputa entre determinismo e indeterminismo o de la pregunta sobre la predictibilidad; por eso no respondemos al determinismo con una apuesta por el indeterminismo, sino por la creatividad.

¿Qué es lo que queremos decir? Consideramos que el presente es, respecto al pasado, el lugar de aparición de genuinas novedades; rechazamos la afirmación de que en el pasado está contenido el presente; y creemos que esto es compatible con una visión tanto determinista como indeterminista del universo (de ahí que no estemos enfrentándonos al determinismo de manera general, sino en concreto a la versión mecanicista del determinismo). El concepto de emergencia, que está recuperando su importancia en la biología, y en general en las teorías de la complejidad, apoya nuestra postura: la interacción entre elementos de la realidad origina la aparición de organizaciones cuyas propiedades no son reductibles a las propiedades de sus componentes; esto es, aparecen propiedades nuevas que no eran reales hasta entonces. De ahí que incluso una visión absolutamente determinista del devenir no entre en contradicción, a menos que niegue la existencia de propiedades emergentes, con la idea de un devenir creativo del universo: podemos pensar en una interacción entre elementos cuyo comportamiento esté perfectamente determinado e incluso en que se de el caso de que podamos predecir dicho comportamiento; imaginemos que el resultado de esta interacción es la formación de una estructura organizada (organismo); este organismo puede presentar propiedades nuevas respecto a las propiedades de sus componentes. Es una posibilidad, no una necesidad; lo que afirmamos es que esta posibilidad se da efectivamente y continuamente en el proceso del devenir. Aún en el caso de que viviéramos en un universo laplaciano, y en el caso de que existiera el ser omnisciente que conoce el presente de manera completa, no podría aventurarse en qué consistirá el futuro, pues el conocimiento de las propiedades de los organismos presentes no permite conocer las propiedades emergentes que pueden presentar los organismos futuros. El futuro es irreductible al presente y es cualitativamente diferente de él; el futuro está abierto porque el devenir es creativo. La novedad no proviene de los componentes y tampoco proviene de la nada; es la articulación de los componentes en un organismo la que puede producir algo nuevo. La creatividad es la capacidad para ofrecer algo nuevo por medio de la composición de elementos ya presentes en un organismo cuyas propiedades no estaban presentes en dichos elementos. Los organismos son las melodías; sus componentes son las notas.

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Zubiri, Whitehead y la primacía del ser en la tradición occidental

Xavier Zubiri y A. N. Whitehead han creado dos metafísicas en que no tiene primacía o prioridad el ser, sino la realidad (Zubiri) y el llegar a ser (Whitehead). Ambos consideran que la primacía del ser ha dominado el pensamiento filosófico y científico occidental desde Grecia, e interpretan que lo ha hecho de manera dual, imprimiéndose en las formas de conocimiento y las ideas de la realidad: primacía del esquema lógico sujeto-predicado (Whitehead) – logificación de la inteligencia (Zubiri) y primacía del esquema sustancia-atributo (Whitehead) – entificación de la realidad (Zubiri). La primacía del ser no es una doctrina, como podría serlo el ‘sustancialismo’, sino algo que ha ocurrido y sigue ocurriendo en una multiplicidad heterogénea de formas de conocer o maneras de aproximarse a la realidad.
Es difícil asignarle una ubicación estable. Algunos de los lugares más socorridos son “los presupuestos metafísicos de la mentalidad occidental” -algo que Whitehead podría aceptar-, una capacidad humana -como el intelecto de Bergson- o las lenguas en que domina la cópula y por tanto la atribución. La ubicación puede facilitar el enfrentamiento porque fija el blanco y ayuda a definir la alternativa o el mecanismo de resistencia: apelar a otras capacidades, como la intuición, provocar un cambio de mentalidad o romper los límites de la lengua. Pero la verdad es mucho más compleja e intranquilizadora. La primacía del ser se puede rastrear e incluso localizar, pero siempre articulado y articulando instancias concretas, teorías, formas de pensar y conocer, ideas de realidad. No son ejemplos de una primacía subyacente ni versiones o perversiones de un original, que habría sido producido en algún lugar entre Parménides y Aristóteles. Cada instancia la recrea, la rehace, la reinventa, la redescubre…. No se cae en sus redes, como si fuese una atadura implícita, natural o heredada, porque no sólo limita, reprime y obstaculiza; también posibilita, incita y habilita. Y ni siquiera tiene por qué ser la condición central de todo pensamiento que la instancie, sino que puede ocupar diferentes lugares en su articulación.
Las fórmulas de Zubiri recalcan el hecho de que la primacía del ser es siempre algo que acontece: es una entificación y una logificación. La expresa por tanto, con una mayor precisión. Además, al no sustantivarla, evita la consiguiente tentación a fijarla, identificarla o asignarle un lugar estable. Whitehead, aunque no haya dado con una expresión tan adecuada, sí acepta las consecuencias de esta descripción. Al igual que Zubiri, no recurre al enfrentamiento sino a la construcción de un pensamiento que no logifique, que no entifique. Tarea difícil, porque la mayor parte de los recursos con que cuentan son herencias culturales, producto de repetidas entificaciones y logificaciones; pero ni imposible ni extraodinaria, porque no están sujetos a una limitación permanente que amordace la creación o a un obstáculo tozudo que reduzca su espacio de realización. Todo pensamiento está sujeto a condiciones y restricciones, pero no siempre van a ser las mismas.

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¿Qué es la realidad preindividual?

¿Podemos captar lo que caracteriza a un ladrillo observando un ladrillo? El impulso básico que anima la filosofía de Simondon reside en una respuesta negativa a dicha pregunta: lo que caracteriza a un individuo no puede ser captado en dicho individuo, sino únicamente en su proceso de individuación, es decir, en el proceso que ha dado lugar a su génesis. Solo quien produce un ladrillo puede captar las peculiaridades de ese ladrillo. Por tanto, la tarea que ha de acometer su filosofía consiste en explicitar en qué consiste el proceso de individuación, y en atender a las particularidades de los diversos procesos de individuación (físicos, biológicos, psico-sociales, técnicos).

Los procesos de individuación son caracterizados de manera general como el paso de una realidad preindividual, cargada de potenciales, a la génesis de un individuo y del medio asociado a él. El concepto de realidad preindividual es una hipótesis especulativa que necesita ser articulada rigurosamente, rigurosidad que no encontramos en las caracterizaciones que nos ofrece el propio Simondon. En ocasiones, la realidad preindividual es caracterizada como el apeiron de Anaximadro, realidad indeterminada que ulteriormente adquirirá determinación; en otras ocasiones, muy al contrario, la realidad preindividual posee caracteres bien definidos: es la sustancia amorfa en equilibrio metaestable que puede ser estructurada por el germen en el proceso de cristalización; o la piedra que puede iniciar una duna. Llegamos así a la pregunta que queríamos plantear: ¿acaso los individuos pueden ser realidad preindividual? Y entonces, ¿está justificado seguir denominándolos como preindividuales?

Adelantando un poco las cosas, consideramos que la respuesta a ambas preguntas es afirmativa, y que la única manera de justificarlas radica en una ontología relacional, y que incluso Graham Harman, el apostol de la Object-Oriented Ontology, podría estar de acuerdo con esta justificación, a pesar de su alergia a todo concepto de preindividualidad. La realidad preindividual, nos dice Simondon, es una realidad en la que diversos órdenes de magnitud permanecen incomunicados. Esta diversidad, como toda diversidad, posee una capacidad de transformación, es decir, un potencial. La aparición de un individuo, fruto de un proceso de individuación, consiste en la puesta en comunicación de esos órdenes de magnitud dispares: es el encuentro de una compatibilidad entre ellos. La existencia de un individuo consiste en la resolución de una problemática, de una disparidad, que no había sido resuelta hasta entonces (en esa forma concreta; no queremos decir que esa misma disparidad no haya sido resuelta antes por otro individuo). El individuo existe en la medida en que dota de significación a aquello que hasta entonces no era más que disparidad. Pero la solución en que consiste el individuo no agota la problemática, sino que sigue estando presente, en forma de medio asociado: el medio es la realidad preindividual que sigue teniendo asociada el individuo, fuente de posteriores individuaciones, potencial para nuevas transformaciones, hasta el definitivo agotamiento: la muerte. La muerte del individuo es la incapacidad para seguir resolviendo la problemática que le ha dado origen.

Consideremos ahora una planta. Una planta es un individuo o, si Harman lo prefiere, un objeto viviente. Ha de ser, por tanto, un lugar de resolución de problemas. ¿Cuál es su problema?, ¿qué disparidad logra resolver? La planta es el lugar de comunicación entre las realidades dispares de la radiación solar y del agua y las sales minerales contenidas en la tierra, las cuales, tal como nos dice Simondon, son de un orden de magnitud diferente y hasta entonces permanecían incomunicadas. Ahora bien, los fotones son individuos físicos, y las sales son individuos físico-químicos. Parece que debemos aceptar, por tanto, que los individuos pueden ser realidad preindividual. ¿De qué manera podemos justificar entonces que los denominemos como preindividuales? El criterio que ofrecemos es el siguiente: un individuo puede actuar como realidad preindividual en la medida en que sea condición de posibilidad para la génesis de un nuevo individuo. Es decir, aquello que puede ser denominado como preindividual es siempre relativo a la efectiva creación de un individuo. Y este criterio puede ser satisfecho perfectamente por un individuo, pero nunca por sí mismo. Para ello, necesita entrar en relación con otro individuo.

La relación, la comunicación entre individuos (en nuestro ejemplo, los fotones y las sales) es el origen de la aparición de un individuo genuinamente nuevo (la planta), respecto a la cual ellos pueden ser caracterizados como preindividuales. Únicamente cuando la planta aparece, cuando resuelve la disparidad entre ellos, y no antes, es cuando estamos autorizados a denominarlos como preindividuales: únicamente respecto a ella. Par justificar esto, tal como Simondon hace, debemos concederle a la relación un rango de ser: la relación entre individuos es el origen de la génesis de un nuevo individuo, cuyas propiedades no son reductibles a la suma de las propiedades de los individuos cuyo encuentro lo ha originado. El individuo es «centro y actividad de relación», producto de una relación y proceso en el que la actividad relacional que lo ha originado continúa presente.

Tal como anunciábamos, consideramos que, desde este punto de vista, la alergia de Harman al concepto de preindividualidad, e incluso al arché de los presocráticos, puede ser superada. En uno de sus últimos artículos, Harman nos dice que las  «philosophies of the so-called “pre-individual»» son filosofías anti-objetos en las que éstos son undermined. Y más tarde leemos lo siguiente: «Although all objects are made up of relations between component objects, it is not necessarily the case that all objects enter into larger components in turn» (se puede leer el artículo aquí). Dejando de lado la segunda parte del argumento, la primera frase condensa perfectamente la caracterización de la realidad preindividual que hemos ofrecido aquí. Parece ser que Harman, cuando leyó las «filosofías del así llamado preindividual», no quiso leer el ejemplo que Simondon nos ofrece de la realidad preindividual como piedra que inicia una duna.

No se puede descartar la posibilidad de que Harman no acepte denominar como preindividual a un individuo (u objeto), aún cuando sea relativamente a su participación en la creación de un nuevo individuo, tal como hemos descrito aquí. Cuando las escuelas crean sus códigos, no quieren que sean contaminados. Eso podría confundir a sus adeptos.

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Barbara Stiegler, Nietzsche et la biologie

Acabo de leer el excelente Nietzsche et la biologie, de Barbara Stiegler (Paris, PUF, 2001) y voy a hacer un recorrido por la obra poniéndola en relación, cuando sea apropiado, con la concepción simondoniana de ser vivo. Tanto Simondon como Deleuze resuenan en el libro, y la propia Barbara menciona varias veces la obra del primero. Por otro lado, cabe recordar que ella es hija de Bernard Stiegler, cuyo pensamiento está fuertemente influido por Simondon y Heidegger.

El libro no es una anécdota. Lejos de limitarse a rastrear en la obra de Nietzsche la presencia de las discusiones en la biología de la época, trata de mostrar que estas últimas juegan un papel notable en la génesis de algunos conceptos centrales de la filosofía de Nietzsche. La mayor virtud que presenta la exposición de Barbara es que no se limita a ser una exposición; en ningún momento rehuye las posibles dificultades o aporías que puede presentar el pensamiento nietzscheano sino que, muy al contrario, las busca decididamente para comprobar si dicho pensamiento resiste a ellas. En ocasiones sale victorioso; en otras ocasiones Nietzsche no logra salir de la rueda de la aporía. La cuestión no es trivial, pues Nietzsche es uno de los poquísimos pensadores que vivió su pensamiento.

El punto de partida es el giro que Nietzsche imprime en la historia de la metafísica al introducir en ella la noción de cuerpo, tratando de superar así dos milenios de desprecio cristiano del mismo: la corporeización del sujeto como una vía para mettre en cause el Yo cartesiano y el Sujeto kantiano. En un primer acercamiento, Nietzsche parece trasladar las características del sujeto de la metafísica moderna a la célula, con lo cual no habríamos conseguido nada. Si concebimos la actividad de la célula como una actividad de asimilación de lo diverso a lo idéntico, la cual posibilita la vida, encontramos una preeminencia de dicha actividad celular frente a su pasividad: la misma preeminencia del Yo activo e idéntico de la metafísica. ¿Cómo salimos de la redes omnidepredadoras de la subjetividad? Toda asimilación (interpretación, comprensión) viene precedida de una excitación (sufrimiento). Lo que diferencia la unidad viviente mínima de las organizaciones complejas es la cantidad y cualidad de excitación soportable.

La riqueza no está en los métodos de defensa frente a la excitación, sino en la máxima apertura a ella. Encontramos aquí la primera coincidencia con Simondon, para quien “la riqueza externa de la relación con el medio es igual a la riqueza interna de la organización contenida en el individuo”. No hay medio sin ser vivo, sino que ambos se cogeneran mutuamente, y la riqueza del ser vivo es equivalente a su apertura (capacidad de excitación) al entorno. Podemos confrontar esto con la primacía que la teoría de la autopoiesis concede a la “clausura organizacional” como condición de posibilidad de la vida. Una excesiva clausura conlleva la decadencia del ser vivo.

Hemos pasado del sujeto metafísico al yo-cuerpo. Sin embargo, la vieja fractura del mismo continúa presente. Seguimos teniendo una parte activa de asimilación (entendimiento en Kant) y una parte pasiva de excitación (sensibilidad en Kant). Por ello, Nietzsche se opone a la noción darwiniana de selección natural, por ser un mero mecanismo ciego de respuesta, y opone a ella el concepto de voluntad de poder: una invención creadora como respuesta al exterior, lo cual está más cercano a Lamarck. Además, Nietzsche recoge la idea de Roux del ser vivo como “autoformación”, pero alerta del peligro que hay en ella de caer en una teleología interna, lo que lo lleva a rechazar la tesis kantiana del viviente como organizador de sí mismo (resultaría interesante comprobar en qué medida Roux puede ser considerado un precursor de la teoría de la autopoiesis; por lo de pronto, Nietzsche pone de relieve la conexión entre la idea de autoformación y la tesis kantiana de una teleología inmanente, y esta última es recogida por la autopoiesis). De lo que se trata es de evitar el dualismo entre un yo quiero (activo) y un yo siento (pasivo).

¿Cómo comprender la autoformación sin caer en una voluntad libre, incondicionada, en el dualismo que la opone a un sentir pasivo?

La voluntad de poder en ningún caso puede partir de una concepción clásica de la voluntad; no se trata de una voluntad libre que elige el poder y que podría haber elegido otra cosa; la voluntad de poder no consiste en querer el poder. Estos equívocos son fruto de la asimilación del yo nietzscheano al libre albedrío de la metafísica cristiana.

La respuesta de Roux a la anterior pregunta es la concepción del “querer-viviente” como “lucha interna del organismo”. Nietzsche retoma esta respuesta en diversos puntos: 1) El organismo como no-idéntico consigo mismo y definido por la búsqueda de la identidad. 2) La lucha por unificar esa pluralidad interna es interpretada como una jerarquía de quereres en lucha interna. 3) Dicha lucha interna es una autorregulación. Tenemos así “bucles de retroacción” como alternativa al dualismo kantiano.

Frente a la homogeneización de partes idénticas, Nietzsche pone a la base la lucha entre partes diferentes: “la diferencia reina en las cosas más pequeñas, la identidad es puro delirio” (p. 52). La unidad del viviente, su identidad, no es algo dado, sino a venir: “¡La unidad amebiana del individuo viene de última! ¡Y los filósofos han tomado ahí su punto de partida, como si ella existiera en cada individuo!”. Se aprecia claramente que tanto Deleuze como Simondon continúan esta senda mostrada por Nietzsche. El proyecto simondondiano de tomar como punto de partida el proceso de individuación, en lugar de partir del individuo constituido con una supuesta unidad e identidad, está resumido en esta última frase de Nietzsche.

Lo esencial no es, como en Darwin, la lucha entre organismos ya dados, sino su lucha interna. El ser vivo busca conservarse no en tanto idéntico, sino buscando la identidad a través de la diferencia (“viviendo, mandando, obedeciendo, alimentándose, creciendo”- p. 53). El ser vivo como centro que se desplaza, que se descentra, frente a la identidad que se repite del sujeto. El gran error de Darwin consiste en partir de  individuos ya constituidos, y dejar de lado su constitución, construcción, autoformación (Barbara identifica -de manera acertada- esta crítica de Nietzsche con la postura de Simondon).

En el fondo de la lucha está la pluralidad interna, la alteridad, la diferencia. La unidad del organismo no se adquiere suprimiendo las diferencias, sino a medida que la pluralidad se intensifica: la conservación e intensificación de la diferencia es condición del aumento de complejidad de los organismos. La diferencia crea orden (tesis que está a la base de la termodinámica de estados lejanos al equilibrio: podrían investigarse las conexiones entre la concepción biológica de Nietzsche y las teorías de la complejidad). ¿Cómo? Nietzsche dice: jerarquía (p. 55). En esta jerarquía, incluso obedecer es resistir: es el reconocimiento del poder de quien obedece por parte de quien manda. Si lo diferente es disuelto, no se necesita ordenarle nada.

Lo que  caracteriza al viviente, frente a lo inorgánico, es que “la jerarquía se crea y crece en el interior de sí mismo” (p. 56; Simondon nos dice lo mismo al afirmar que el individuo físico no posee propiamente interioridad: mientras que en el viviente se da una autogénesis interna y activa de estructuras, la génesis del individuo físico (tomando el ejemplo del cristal) se da únicamente en su límite externo, es una iteración externa de la estructura interna). Este nacimiento de lo interior en lo orgánico, esta asimilación interna de la alteridad, da lugar a la memoria: “El nacimiento de la memoria es el problema de lo orgánico” (p. 57).

Nietzsche identifica la autorregulación de Roux con la tesis de Haeckel de la vida como memoria, pero rechaza que esto último constituya una sumisión pasiva a las condiciones externas (a la vez que rechaza la independencia de lo interno frente a lo externo propia de Roux). También toma de Haeckel la necesidad de apreciar una continuidad entre lo orgánico y lo inorgánico, diferenciados por la memoria (por lo que se rechazan tanto una teleología trascendente como el vitalismo).

Barbara identifica perfectamente el problema del monismo: ¿cómo afirmar una continuidad entre lo diverso sin negar su diversidad? (p. 59). Este es uno de los problemas centrales en la interpretación de la teoría simondondiana de la individuación: la necesidad de apreciar una continuidad entre los diversos regímenes de individuación (físico, vital, psíquico-vital) que, sin embargo, no caiga en un reduccionismo de un régimen a otro, apreciando sus diferencias y respetando su pluralidad. Brevemente, la respuesta de Simondon es la siguiente: aceptando un aumento de complejidad desde lo físico hasta lo psíquico-social, no se puede pensar que una individuación venga tras otra, añadiendo nuevos pisos al edificio de la complejidad. La individuación vital no viene tras la física, sino durante ella, antes de su acabamiento. La aparición de la individuación vital suspende la individuación física, la ralentiza, y cae nuevamente en la realidad preindividual. Se asume una problemática más amplia, lo que obliga a la génesis de estructuras nuevas y más complejas. Lo mismo ocurre con la individuación psíquico-social respecto a la vital. Los seres más complejos son seres más inacabados: son seres se faisant. Lo que diferencia a una piedra de un animal, o a un animal de un ser humano, consiste en que los problemas de estos últimos son más amplios (nueva caída en la realidad preindividual), lo que obliga a la génesis de estructuras más complejas (nuevas individuaciones).

Haeckel relaciona la aparición de la memoria en lo vivo con la endosmosis química. La primera memoria es la herencia de los caracteres en el ser vivo. Vivir es crecer: cuando el crecimiento es excesivo y el ser vivo no es capaza de cohesionarlo, aparece la reproducción asexuada (escisión, proliferación). La reproducción sería así una consecuencia del exceso de crecimiento en el individuo, y la reproducción conlleva la aparición de la memoria en forma de herencia de caracteres.

Nietzsche aprueba esta tesis y ve estos fenómenos (nutrición, crecimiento, reproducción, herencia) como manifestaciones de una misma voluntad de poder. Lo que no aceptará de Haeckel es la memoria como manifestación de la pasividad del ser vio. Haeckel considera que la ontogénesis está sometida a la filogénesis. La novedad que puede aportar la ontogénesis sería una prueba de que la memoria es una recepción pasiva (no inventiva) de condiciones externas. El organismo está así doblemente determinado por dos memorias-pasivas: por la filogénesis (memoria de los ancestros) y por el sometimiento actual al exterior de la ontogénesis (memoria propia). Todo es cuestión de sometimiento al exterior: no hay invención.

Frente a ello, Nietzsche concibe que “la memoria orgánica se inventa y se determina cada vez en la lucha del sujeto viviente consigo mismo” (p. 65). La memoria es un poder de iniciativa e invención. Aparece una vez más el peligro de caer en el Sujeto activo descorporeizado de Kant (pura asimilación), sin tener en cuenta la relación con el exterior (excitación). La voluntad de poder como autorregulación por la memoria (activa) parce olvidar que a la base de la construcción del sujeto está la experiencia (de alguna manera, la pasividad, la recepción) o, como nos dice Simondon, que el ser vivo es aquel que transforma el a posteriori en a priori.

Frente al darwinismo, Nietzsche considera que en el origen de la vida no está “la mejor adaptación al estado real de hecho”, sino “el error más grande” (p. 67). La vida no se adapta al exterior, sino que lo falsifica. La autorregulación por la memoria es el sometimiento de lo nuevo (excitación) a lo antiguo (asimilación). Ahí está el error que permite la vida: interpretar lo nuevo, lo diferente, como lo viejo, lo idéntico, al asimilarlo. Y este es el origen de la ilusión de la duración de lo idéntico: lo diferente es tomado por lo mismo, lo ya conocido, lo ya visto (operación activa de re-.conocimiento, de re-presentación).

Entonces, ¿en qué medida la memoria, como sometimiento a lo idéntico, es lucha? La memoria no es pura asimilación conseguida, sino que se nutre de lo diferente, de lo nuevo ¿Cómo? Recordemos que hasta obedecer es resistir: lo nuevo se somete a la jerarquía de lo viejo, y en este sometimiento se da un reconocimiento del poder de lo nuevo: asimilar no es apagar, disolver; si no, no habría jerarquía. “Si lo viejo dirige a lo nuevo, es en primer lugar porque él no ha podido apagarlo” (p.69).

Esa parte que resiste es una reserva que permite cambiar al ser vivo (¿en qué medida esto es comparable al concepto de realidad preindividual, o en qué medida puede aportarle nuevas perspectivas? Recordemos que Simondon considera que, una vez que ha habido individuación vital, la realidad preindividual presente en el ser vivo es su medio asociado, fuente de ulteriores individuaciones (llamadas individualizaciones) –esto es, el exterior como fuente de novedades, y veremos a continuación que Nietzsche concibe así la memoria). La memoria no es mera conservación de lo idéntico (pura asimilación): “ella hace posibles las transformaciones del viviente” (p. 70). La memoria unificadora es transformada por aquello que trata de unificar (¿será este el movimiento de transformación del a posteriori en a priori que menciona Simondon?)

La memoria es lugar de imibricación de actividad (interna) y pasividad (externa), de sometimiento al pasado y de acumulación del poder de lo nuevo. Son dos dimensiones articuladas que explican la posibilidad de transformación del viviente y su “devenir sí-mismo”. “El pasado somete a forma el porvenir, y el porvenir retroactúa sobre el pasado” (p.72). La potencia de la asimilación es producto de la intensidad de la excitación (el dolor, el sufrimiento es la fuente del poder). Sin excitación, la vida declina, desaparece. El ser vivo entendido como voluntad de poder (autorregulación por la memoria) trata de superar el dualismo entre un entendimiento activo y una sensibilidad pasiva.

Si la voluntad de poder es un continuo acrecentamiento del poder, ¿por qué ocurre la muerte? La biología celular (representada aquí por Rolph) nos dice: es una indigestión, una sobreabundancia de estímulos asimilados. Pero Rolph dice que no hay muerte: la sobreabundancia lleva a la división celular, que no es muerte, sino continuidad en dos nuevos individuos. La muerte es una ilusión creada por el hecho de que partimos de la base del individuo. A nivel supra-individual, no existe. Únicamente aparece en los organismos superiores que no dejan descendencia.

Nietzsche lo interpreta de otra manera. La vida no es “lucha por la existencia”, por la conservación de sí mismo, sino “lucha por lo más” (p. 77): voluntad de poder. Lo que Rolph no ve nos lo dice Nietzsche: “el necesario antagonismo entre el poder y la conservación de sí mismo, que justamente culmina en la muerte” (p. 77). La muerte del individuo es la necesaria consecuencia de su voluntad de poder, que obliga a sobrepasar al individuo. En esto Nietzsche coincide con Claude Bernard: para que la vida sea creación, innovación, ha de ser asimismo una muerte continua. La autosuperación exige la muerte. Para que la vida se conserve, el ser vivo ha de morir. El ser vivo “es siempre la puesta en orden provisional de un poder que lo excede” (p. 79). Simondon plantea esta cuestión de una manera parecida. La aparición del psiquismo en el ser vivo es fruto de una nueva caída en la realidad preindividual, de la asunción de una problemática más amplia, pero esta problemática no puede ser resuelta individualmente, por lo que esta nueva individuación es transindividual (de ahí que la individuación psíquica y la social constituyan un mismo régimen de individuación). La causa es que el individuo no es “simple unidad, sustancia” y por eso busca “fundar una colonia o amplificarse en transindividual. El individuo es problema porque él no es toda la vida”.

Continuando con la postura de Nietzsche, la voluntad de poder no puede ser entendida (como hacen Roux o Rolph) como un crecimiento indefinido de la asimilación: “no quiere su propio crecimiento al infinito. Ella quiere que aquello que le llegue esté en exceso sobre sí misma” (p. 80). Su crecimiento no es iteración indefinida de sí misma, sino superación de sí misma en lo otro. Pero lo que se mantiene tras la muerte en otro ser vivo, ¿no es la misma voluntad de poder?, ¿no hay una entidad supra-individual que se mantiene (como dice Rolph)?

Nietzsche dice que no. No hay una voluntad de poder que se manifiesta en la vida, sino una pluralidad de voluntades de poder que nacen y perecen: lo seres vivos. Antes de pasar al último capítulo, Barbara resume las conclusiones alcanzadas hasta el momento:

-la corporeización del sujeto llevada a cabo por Nietzsche constituye efectivamente una mutación de la subjetividad que la lleva más allá de Descartes y Kant.

-el ser vivo como voluntad de poder permite explicar el sufrimiento, la memoria y los límites de la individuación vital (nacimiento, muerte).

-la voluntad de poder en lo inerte es para Barbara un contrasentido (no hay caída ni aumento): hay una absoluta coincidencia de la materia consigo misma. Por el contrario, la voluntad de poder como vida es “la imposible coincidencia de todo poder consigo mismo” (p. 84). Este punto puede marcar una diferencia respecto a la concepción simondoniana de la individuación física. Según Simondon, tampoco podemos considerar al individuo físico como totalmente coincidente consigo mismo. Al tratar los problemas suscitados por la mecánica cuántica, Simondon nos habla de una polaridad del individuo físico entre la absoluta coincidencia consigo mismo (no ocurre ningún intercambio materia-radiación) y la absoluta no-coincidencia (p. ej. la fisión nuclear, en la que la estructura topológica es totalmente alterada). En medio de estos polos, puede haber individuaciones (emisión o absorción de radiación; precisamente una caída o aumento de poder), que impiden hablar de una absoluta coincidencia de la materia consigo misma. En cualquier caso, en la época de Nietzsche todavía no había nacido la física cuántica.

-el sufrimiento lleva a falsificaciones operadas por las categorías del ser vivo y a temporizaciones operadas por la memoria. Aquí Barbara consigue expresar de manera genial la postura de Nietzsche: “La vida puede incluso llegar hasta a negarse a sí misma, a cerrarse a aquello que ocurre al rechazar el exponerse al sufrimiento y a la muerte –morir del rechazo a morir” (p. 85)

¿Qué debemos hacer ante el sufrimiento?, ¿debemos cerrarnos a aquello que nos puede hacer sufrir por miedo a perecer?, ¿y qué ocurre si el sufrimiento es la fuente del poder de la vida, y el cerrarnos a él nos hace perecer –como dice Barbara, morir del rechazo a morir?, ¿cuánto sufrimiento podemos y debemos soportar?, ¿cuán fuertes podemos llegar a ser?, ¿la negación de la vida puede ser la solución a la vida? Y mientras tanto, nos quedamos sin vida… La articulación entre el sufrir y el actuar, entre la excitación y su asimilación, entre la máxima apertura al exterior y la no-disolución de la vida, será, según Barbara, el gran problema que acuciará los últimos años de vida lúcida de Nietzsche. Incesante rueda aporética que nos puede hacer perecer: la vida de Nietzsche es un ejemplo de estos peligros pues, como decíamos, la vida de Nietzsche fue el experimento de su pensamiento. La noción de vida como experimento será el origen del concepto nietzscheano de salud, el cual se abordará a continuación. La salud no se pude prescribir: únicamente se puede crear y, a buen seguro, pereceremos en el intento.

Nietzsche concibe una “gran salud” que reclama la enfermedad para su constitución. Esto le llevará a criticar la selección natural darwiniana como mecanismo de evolución. Dicha selección está basada en la acumulación lenta y gradual de pequeñas diferencias. Frente a ello, Nietzsche defiende, al contrario, que la evolución está basada “en los incidentes, en los acontecimientos raros, en los errores”, es decir, ofrece una visión discontinuista de la evolución. Dado el carácter conservador, no creador, de la selección natural, dichas excepciones o acontecimientos raros son anulados por ella. De ahí que Nietzsche apueste por la necesidad de una selección artificial: 1) Porque hay una fragilidad intrínseca de los innovadores frente a las fuerzas conservadoras. 2) Porque en el caso de que una innovación pujante, pese a ello, se imponga, amenaza con disolver la estabilidad del individuo y la comunidad. 3) Dado que el poder de la vida ha de acrecentarse por todos los medios posibles, sean naturales o artificiales, el ser humano debe suplir, “como la medicina suple la naturaleza en su búsqueda de salud, las fragilidades del viviente por la ingeniosidad del artificio” (p. 103). Ahora bien, aparece aquí una vez más la aporía: puestos que esas fragilidades son la fuente del poder de la vida, ¿cómo preservaremos ese poder si las eliminamos artificialmente?

Barbara aborda ahora la primera etapa de esta tarea “eminentemente aporética” de selección artificial, esto es, “la selección de los mejores” (p. 104). La justificación de esta selección se basa en una doble paradoja. Por un lado, los vivientes más fuertes son aquellos que se abren más al “caos de la novedad”, lo cual, como se apuntaba más arriba, los hace más frágiles: debilidad de la fuerza. Por otro, el correlato de lo anterior es una fuerza de los débiles: unidos por el miedo a lo nuevo, tienen a desarrollar instintos gregarios por los que forman una masa que busca la conservación de sí misma. Por todo ello, los innovadores devienen auténticas excepciones que difícilmente se mantienen en la herencia, debido a la dificultad para unirse con otros seres excepcionales, menos numerosos. Este es el origen de la necesidad de una selección artificial, que se ha de desarrollar por métodos técnicos, económicos y políticos para asegurar la pervivencia de las excepciones. En efecto, Nietzsche nos dice que es un problema de “economía de la Tierra”: la “herida de lo nuevo” que son los excepciones origina un gasto de las fuerzas vitales, y la masa tiene un importante papel: el financiamiento de la innovación, aquello que permite sostener la estabilidad amenazada por lo nuevo. La aporía de esta selección reside en que, siendo imposible, es necesaria: el ser humano debe regular colectivamente (“política del viviente”) sus fuerzas, pues “no puede asistir, con los brazos cruzados, a la trituración sistemática de todos aquellos que sienten de otra manera” (p. 109).

Una segunda aporía reside en que la selección no sólo ha de ser sincrónica, sino también diacrónica, dada la tendencia de la herencia a eliminar las excepciones. Nietzsche se interesa por ello en el fundador del eugenismo, Galton, quien, veinte años antes del nacimiento de la genética, reclama una “ciencia de la herencia” (p. 112). Es necesario aclarar que su eugenismo no coincide con el eugenismo desarrollado más tarde por el nazismo ni con cualquier tipo de darwinismo social: no es un eugenismo biologicista sino, al contrario, un eugenismo que permita contrarrestar dicha tendencia biológica a eliminar las excepciones. En cualquier caso, la idea de una gestión total de los recursos humanos, buscada por Nietzsche, entra en contradicción con la vida entendida como voluntad de poder. Sin embargo, Nietzsche no abandonará su proyecto, sino que lo endurecerá en lo que Barbara denomina la “segunda selección artificial” o “gran política de lo viviente” que busca la “gran salud” (pp. 113-114).

El origen de esta segunda selección no está, como la primera, en una reacción contra la selección biológica. Se trata de una contra-selección a otra selección artificial denunciada por Nietzsche, la que se ha operado a partir del dominio de la moral cristiana: “¿Qué combatimos nosotros en el cristianismo? El hecho de que él quiere vencer a los fuertes, […] explotar sus malas horas y sus lasitudes” (p. 114).

La aparición de la consciencia en el hombre lo convierte en el animal más inventivo y el más peligroso, pues no sólo está abierto a la lucha con el exterior, sino que también desarrolla “la enfermedad más grave y más inquietante: expuesto directamente a su propio poder interno, él se pone a sufrir de sí mismo, sin filtro ni protección“ (pp. 115-116). Aquí es donde entran en escena “los sacerdotes” con su moral cristiana: su manera de herir a las excepciones, a los fuertes, consiste en hacerlos culpables de su sufrimiento, transformando así al enfermo en pecador y redoblando su sufrimiento. Además, al obligarlo a sufrir aún más para redimir sus pecados, provocan que el enfermo no quiera curarse, sino ahondar más en su sufrimiento. La labor del sacerdote hace enfermar a la vida y destruirla, al abortar sus mecanismos de reparación.

La contra-selección propuesta por Nietzsche, nos dice Barbara, entrará en contradicción con la primera selección, pues, frente a la selección cristiana, propugnará una vuelta a la naturaleza, a la regulación biológica, esto es, precisamente una vuelta a aquello que la primera selección pretendía sustituir. Nietzsche era consciente de este circulo vicioso, pues si bien “sueña con una gran política que cure definitivamente al viviente de sus patologías, afirma también que la enfermedad es la condición de la vida más alta” (p.120). Sin sufrimiento, sin enfermedad, no puede haber vida pujante, tal como lo expone Nietzsche en esta frase que Barbara cita en varias ocasiones: “Aquellos que nos enferman nos parecen hoy más necesarios que todos los curadores” (p. 120). Es decir, los sacerdotes parecen ser los más necesarios.

En efecto, Nietzsche lo afirma decididamente: “Es únicamente sobre el terreno de esta forma de existencia humana esencialmente peligrosa, la de los sacerdotes, que el hombre ha comenzado a devenir un animal interesante” (p. 120). Y no sólo interesante: el hombre no es un fin, sino una “gran promesa”, un laboratorio imprevisible de innovación.

La aporía persiste. Nietzsche, ante la más funesta de las enfermedades, el cristianismo, se debate entre su necesidad y la necesidad de su erradicación, por ir en contra de toda vida sana. Esta cuestión, “el problema de la articulación del sufrir y del actuar” (p. 122), provocará, concluye Barbara, que el pensamiento de Nietzsche se hunda.

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On Object-Oriented vs. Process-Relational Ontology discussion

I have followed the discussion about Object-Oriented Ontology and Process-Relational Ontology ( http://naughtthought.wordpress.com/2011/08/19/ongoing-processes-v-objects/) and Shaviro’s very good response is really near to what I would like to say.  I try to ground a process-relational ontology in Simondon’s work and I think this approach can be useful in this discussion.

In my view, it’s a mistake try to make an opposition between substances, objects, or products, in one hand, and processes, in the other. Rather we must learn to think reality as a process-product at time. The critique adressed to subtantialism would be unsuccessful if it’s not able to give an account of persistent objects and only goes in the opposite way –i.e. saying that there are only processes, flows and so on. The first step in this critique must show the limitations of this approach to reality or what is left out in it. And what is left out? As Simondon says, one of the most important failures of substantialism is that it always starts whit already well-formed individuals and, maybe after, it looks for explain individuation. The distinctive feature of process philosophy, I think so, it’s that the primary place of explanation must be the process of individuation which generate the individuals. Maybe this is a fuzzy place where is difficult to enter, but if we don’t do that we won’t be able to understand individuals. Sometimes, philosophy have to deal with fuzzy places, and not only with clear and distinct ideas. If OOO doesn’t accept that the primary are the processes and that the products are the outcomes of the processes which coexist with them, then there’s an important distinction between OOO and PRO, and maybe an opposition. We can’t have individuals without previous (both ontological and chronological) individuations.

Second step, PRO, as I said before, must be able to give an account for persistent objects. We don’t have to deny substances or objects, but his metaphysical priority. Here we can speak of an auto-actualizing structure of the open-ended reality. Inidividuation generate an individual, sure, but this generation doesn’t exhaust the process of individuation (until the final and definitive exhaustion). We can think in a living object, properly speaking a living being. His individuation is the source of his being-an-individual, and he will have further individuations (what Simondon calls individualizations). The crucial point here is that the fact of being an individual doesn’t allow us to speak of a static object with a fixed identity and unity. Some features persists, some objects persists to some extent, but they are always submitted to processes which explain his generation, his constant change and his corruption. The identity, as Deleuze says, is an illusion which hides differences, and the persistence of differences is what explain the persistence of processes (and thermodynamics also show us that). What always persist are the processes, not the individuals. Another time Deleuze: what return in Eternal Return is not the Same, but the Return, the same return of differences. The dinamycal and auto-actualizing structure of reality generate objects with order and stability, but this stability will disappear (and others will appear). Only a reality without differences would have a definitive stability and identity, but this is not, at least at this time, our reality (and we can be happy of that: if not, we wouldn’t exist). If we can speak of individuals without speaking of identity, and to speak of processes without denying the existence of individuals or objects, I think we can advance in our understanding of reality.

I would like to speak about relations and about the distinction between metaphysical and non-metaphysical dimension, with which at first I don’t agree, but I have to leave it for another time.

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